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Para no ir con medias tintas: The Punisher es lo mejor que le ha pasado a la sección televisiva de los grandes almacenes Marvel desde la primera temporada de Daredevil (Drew Goddard, 2015-?). De entre las series que produce Netflix, la protagonizada por Frank Castle (Jon Bernthal) rivaliza directamente con la entrega inicial de las aventuras de ‘El hombre sin miedo’, es más sólida que la notable Jessica Jones (Melissa Rosenberg, 2015-?) y mucho más consistente que la estiradísima Luke Cage (Cheo Hodari Hoker, 2016-?). De la prescindible Iron Fist (Scott Buck, 2017-?), cuyo protagonista volvía a ser el eslabón débil de la mejorada The Defenders (Douglas Petrie & Marco Ramirez, 2017-?), mejor ni hablamos.
Comparar la serie creada por Steve Lightfoot con el resto de las producciones de ‘La casa de las ideas’ para otras cadenas, es como poner un Derringer al lado de un Barrett M82. Solo Legion (Noah Hawley, 2017-?), que navega por otros cauces estéticos apartándose incluso de las propias convenciones seriales, aguanta el envite. Ninguna de las series de ABC en emisión está a este nivel: ni Agents of SHIELD (Joss Whedon & Jed Whedon & Maurissa Tancharoen, 2013-?), ese divertimento que, a fuerza de prolongarse, ha dejado de serlo; ni esa increíble anomalía kitsch que es The Inhumans (Scott Buck… de nuevo). Las nuevas apuestas de FOX (The Gifted) y Hulu (The Runaways) que explotan, respectivamente, la veta mutante versión familiar y la aventura teenager, quedan muy lejos de los estándares de calidad en los que se maneja la hasta ahora última propuesta de Marvel Television para el gigante norteamericano del VOD. Veamos por qué.
Breve paseo por el thriller norteamericano de los 70
Antes que nada, cabe recordar que este nuevo Frank Castle hizo su primera aparición en el Marvel Cinematic Universe (MCU) en la segunda temporada de Daredevil, así que su spin-off retoma la narración donde se quedó; esto es, con El Castigador tratando de dar caza a los responsables ulteriores de la muerte de su familia. Esa búsqueda hará que se tope con una conspiración que afecta a los responsables de Operaciones Especiales de la CIA y que está relacionada con la ‘exportación’ de heroína desde Afganistán, empleando los cuerpos de los soldados norteamericanos fallecidos en combate como contenedores (!).
Partiendo de esa trama matriz, Lightfoot y su equipo de guionistas han demostrado sobrada inteligencia a la hora de mezclar referentes procedentes de distintos ámbitos. En primer lugar, se nutren del propio material de partida, esto es, el cómic creado por Gerry Conway y dibujado por John Romita Jr. y Ross Andru en 1974; si bien la mayor fuente de inspiración parece ser la mini-serie creada para Marvel Knights por Garth Ennis y Steve Dillon en el año 2000 (cuyo subtítulo era ‘Welcome back, Frank’).
En segundo lugar, el guionista de Hannibal y Narcos hace que la serie esté pegada a la actualidad. El principal ayudante de Castle es David Liberman, alias Micro (Ebon Moss-Bachrach), analista de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) que permanece oculto en un sótano después de que agentes del gobierno trataran de acabar con él y le dieran por muerto. Su delito no era otro que el de haber dado con el vídeo del asesinato de un policía afgano a manos de marines estadounidenses y tratar de difundirlo. Micro es -la asociación es inevitable– Edward Snowden. Solo que, en lugar de exiliarse, asume su propia muerte, vigila a su familia desde su refugio subterráneo a través de un circuito cerrado de cámaras de televisión y contacta con Castle, precisamente el último testigo de aquel homicidio, para que se haga justicia.
La figura del analista de seguridad/hacker es fundamental para entender la teleficción contemporánea hasta el punto de igualarse, hacerse imprescindible para o sustituir, a arquetipos clásicos de la narrativa moderna como el detective privado o el periodista. Sobre este cambio de paradigma ha reflexionado hondamente el escritor Jorge Carrión (les invito desde este instante a que rastreen sus artefactos literarios en general y sus ensayos sobre series en particular, empezando por su libro Teleshakespeare). Pero, para lo que nos interesa, quedémonos con los dos tipos de hipervínculos que el personaje de Liberman permite establecer:
- Links horizontales que conectan con teleseries coetáneas, desde Person Of Interest a Robot, pasando por Rubicon o The Honorable Woman y, apurando mucho, incluso House of Cards o Scandal. No voy a extenderme en este punto, si han visto alguna de estas series, seguro que hallan los paralelismos.
- Links verticales que establecen sinapsis con una corriente cinematográfica a la que The Punisher se apunta de manera voluntaria. Y es que los Snowden o los Assange de hoy no dejan de ser la evolución del ‘Deep Throat’ que reveló el caso Watergate, germen de Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976). Aquí se combinan la investigación periodística (la Karen Page que interpreta Deborah Ann Wall), la policial (con la agente Dinah Madani -Amber Rose Revah- a la cabeza) y la tecnológica, con una historia de venganza personal. Y para alimentar esas tramas, Lightfoot bebe de tantas fuentes como le es posible: desde la mención directa de Marathon Man (John Schlesinger, 1976) a ecos de El último testigo (Alan J. Pakula, 1974) o Los tres días del cóndor (Sidney Pollack, 1975), por citar solo algunos ejemplos de la variante conspiranoica del thriller. Pero hay más: ahí están las heist movies en versión automovilística; en ese asalto al furgón en el cuarto capítulo, ‘Resupply’, es imposible no pensar en el William Friedkin de French Connection o To live and die in L.A. También se juega conesa vertiente del actioner que representan títulos como El expreso de Corea (John Flynn, 1977), en las que un tipo con ansias de venganza entra en un edificiodispuesto a convertir en un colador a quien se le ponga por delante – y, lo siento, pero A quemarropa (John Boorman, 1967) sigue estando muy por encima de esto; lo digo por si alguien piensa en ella.
First Blood
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Pero los vínculos generados por la mesa de guionistas de The Punisher no acaban en los setenta. De hecho, también hunden sus raíces en los primeros ochenta. En la persecución frenética entre Madani y Castle del ya citado capítulo cuarto es pertinente citar a Friedkin, pero no lo es menos acordarse de The Driver (1978) de Walter Hill que, tres años después, dirigiría La presa (1981), en la que un grupo de militares realizan maniobras en los pantanos de Louisiana y no son demasiado bien recibidos por los habitantes de la región -piensen, también, en Defensa (John Boorman, 1972). El capítulo quinto(‘Gunner’) juega esa baza, la del grupo de soldados de élite metido en un entorno que desconoce y que termina siendo víctima de los nativos, en este caso, de Gunner (Jeb Kreager), un ex marine que vive completamente aislado e incomunicado en mitad de un bosque. Las conexiones no se detienen ahí: Gunner es un soldado analógico que se defiende con un arco y ha sembrado la foresta de trampas. Solo un año después de La presa (ver foto superior), Ted Kotcheff dirigía a Sylvester Stallone en Acorralado (1982), en la que otro ex combatiente, en este caso John Rambo, recién regresado de Vietnam, no solo era rechazado por la sociedad en la que pretendía reintegrarse, sino que era perseguido por la ley sin motivo aparente, simplemente por su condición de recién llegado. Tanto este episodio, que remite directamente a la secuencia de ‘la caza en el bosque’ (ver vídeo), como la situación que viven los veteranos tras su regreso, así como la propia interpretación de Bernthal, recuerdan por momentos a la primera película protagonizada por el pupilo del coronel Truman (lástima que no hayan sampleado la música de Jerry Goldsmith).
Podríamos seguir con la lista referencial e irnos incluso a Clave: Omega (Sam Peckinpah, 1983) y esa frase/aforismo que resume el espíritu conspiranoico que tan bien refleja The Punisher (“La verdad es una mentira que aún no ha sido descubierta”), pero creo que la línea explicativa ha quedado clara: apropiación y revitalización del material original, con un ojo puesto en la actualidad y el otro sobre un catálogo de influencias cinematográficas claramente identificables, situadas en los 70 y los primeros 80. Solo un par de apuntes más: la serie es capaz de inscribirse argumental y formalmente en una tradición, pero también de actualizarla empleando tropos visuales propios de los videojuegos o utilizando, con sentido, el dron o la multipantalla. Junto con el quinto episodio, el otro excurso narrativo de la serie se observa en el décimo capítulo (‘Virtue of the Vicious’), un astuto juego con el tiempo, los puntos de vista y las versiones oficiales.
(Hiper)violencia en la Era Trump
The Punisher ya conocía dos versiones previas en formato de largometraje. La primera, una producción australiana de 1989, estaba dirigida por el desconocido Mark Goldblatt y protagonizada por el dúo cómico formado por Dolph Lundgren, en el papel de Castle, y Louis Gosset Jr. A la segunda versión, fechada en 2004 y dirigida por Jonathan Hensleigh, le tengo un cariño desacostumbrado, como el que se le tiene a un perro pequeño y feo al que, sin embargo, no se puede dejar de acariciar. No es una buena película, pero he visto al Castle de Thomas Jane más veces de las que debería reconocer y me sigo riendo demasiado cada vez que un Travolta más pasado de vueltas que el auto loco de Pierre Nodoyuna hace acto de aparición. Por cierto, este nuevo reboot cinematográfico tuvo una secuela con Ray Stevenson como nuestro industrioso vigilante y Dominic West haciendo de un villano que más que un villano parecía Jim Carrey en un mal día de rodaje de La Máscara (droga dura). Pero, lo que realmente importa aquí, es que, en estas adaptaciones precedentes, Frank Castiglione no era un soldado, sino un agente infiltrado del FBI que veía como, tras ser descubierto, su familia era masacrada por la mafia. Es decir, Castle -apocope de su apellido original italiano- era una víctima. En la nueva versión para Netflix, el protagonista es un miembro de las fuerzas especiales que cumple órdenes a rajatabla, participa en misiones secretas sin cuestionar los propósitos de las mismas y ajusticia a un prisionero si sus superiores así se lo exigen. Castle es un verdugo (y, DESPUÉS, una víctima).
Ese cambio radical (de la raíz del personaje) implica, también, un cambio en el discurso. El gran problema al que se enfrentan personajes como The Punisher -al que ya hemos emparejado con John Rambo pero que también guarda relación directa con Harry Callahan- no es otro que su carácter fascistoide, su desprecio por las normas y su condición de juez y parte, asumiendo que están por encima de la ley y, por lo tanto, de sus conciudadanos. Es evidente que la serie de Netflix no rehúye ese debate -venganza vs. justicia- pero lo encara con habilidad y va añadiéndole capas de complejidad a un rol que hasta ahora siempre había sido asociado al de un matón sin escrúpulos. Existe un interés por rastrear el origen de esos comportamientos y para ello se crea una estrategia de desdoblamiento del personaje: la figura del joven Lewis Walcott (Daniel Webber) no es sino un doble rejuvenecido de Castle, un soldado recién llegado de la guerra, con un estrés post-traumático que pesa más que un carro de combate, incapaz de reincorporarse a la vida civil. A partir de ese secundario, cuya conducta se va formando a medida que la trama avanza y él trata de adaptarse a su nueva coyuntura vital tras volver de Oriente Medio, la serie reflexiona sobre el discurso autárquico que ha elevado a Trump a la presidencia, basado una América auto-suficiente, anti-mercados y pro-armas (el episodio 8, ‘Cold Steel’ no deja lugar a dudas); sobre la existencia de una serie de familias que llevan controlando el sistema durante décadas y a las que es imposible apartar de los centros de poder (la alcurnia); sobre el uso del patriotismo como excusa para explotar comercial y políticamente la violencia; sobre la creación de empresas privadas de seguridad que dan trabajo a los ‘veteranos’ que no pueden volver a la vida normal y a las que el estado no duda en contratar cuando las necesita (lo mismo para una sesión de entrenamiento que para eliminar objetivos); sobre la corrupción instaurada en el seno de la cadena de mando militar y en la policía; sobre la dificultad a la hora de discernir entre el héroe y el terrorista en un país que parece una fábrica de ‘lobos solitarios’ (¿o es que tanto Walcott como Gunner no guardan muchas semejanzas con Unabomber?) o sobre lo habitual que resulta en USA que un sociópata/psicópata ostente un cargo de alta responsabilidad.
Finalmente, Lightfoot y los suyos determinan que el sistema -ese concepto tan huidizo- está lejos de funcionar correctamente, que los intereses personales (y la injerencia de lo privado sobre lo público) están por encima de los generales, pero que todavía quedan mujeres de bien que, aunque se salten unas cuantas normas, abogan por la legalidad, por condenar a las culpables por la vía judicial y no dictando sentencias con un fusil de asalto. Lo más importante es que no estamos ante una serie taxativa, sino que hace que sus personajes duden en todo momento sobre lo que van hacer y sobre si lo que, finalmente han hecho, era lo correcto. Sea como fuere, The Punisher deja claro que los máximos responsables siempre estarán dispuestos a fabricar una versión oficial para que sus desmanes queden ocultos (o se muestren de un modo razonable y queden justificados frente a la opinión pública).
Apuntes sobre el guion
El principal problema de las series de Marvel para Netfilx es su extensión. Salvo The Defenders, el resto de producciones se van hasta los 13 capítulos (a una media de 50 minutos). Los arcos argumentales son muy extensos y el interés va decayendo a medida que las tramas avanzan para, en la recta final, recuperar el tono (digamos que se les podría asignar una forma de U). En ese sentido, The Punisher es mucho más consistente. Por varias razones. Primero porque la atención no está focalizada solo en el protagonista, por otra parte, un Castle excelentemente armado, un Ahab enloquecido (la lectura de Moby Dick no es gratuita) que busca una venganza inalcanzable, pero también el Luke (Paul Newman)de La leyenda del indomable (Stuart Rosenberg, 1967) siempre dispuesto a contravenir las normas representadas por los agentes de la ley (a Jon Bernthal deberían darle un premio por cómo come). Pero vayamos a sus acompañantes. Madani y Micro son dos secundarios construidos a conciencia, cargados de matices: ella es una agente de familia musulmana, dispuesta a pelear con quien sea para sacar a relucir la verdad y con no pocas dudas sobre las decisiones que debe tomar, sobre todo cuando afectan a Castle; Micro es un tipo que ve cada minuto todo lo que ha perdido (su familia) y que debe lidiar con los expeditivos métodos de Frank que, además, empieza a intimar demasiado con su esposa. Otro punto a favor: el mal está atomizado (es el sistema, amigos). No hay un ‘malo’. Está el responsable de la CIA, Rawlins (Paul Schulze); pero también el carismático Billy Russo (Ben Barnes), compañero del alma de Frank y amante de Madani (¿alguien dijo simple?) y el ya citado Lewis. Son detalles que permiten que la tensión se mantenga viva durante 11 horas de televisión más allá de las escenas de acción.
Claro está que no todo es perfecto. Se abusa de los flashbacks/visiones de Frank con respecto a su mujer, una especie de tortura ineluctable digna de Sísifo, que acaban siendo repetitivos (por más que esa secuencia que mezcla tortura y orgasmo ponga los pelos de punta por las implicaciones que conlleva). En el famoso vídeo en el que el policía afgano es torturado, podría gritar en el algún momento que es policía (aunque luego no sirviera de nada… Si ya había alguien grabando es porque sospechaba que aquellos ‘interrogatorios’ no eran normales). El giro de guion que afecta a Billy Russo se ve venir desde el minuto uno, aunque tienen el detalle de no reservarlo hasta el final y poner las cartas sobre la mesa en el episodio 6...
Son pequeños detalles que no empañan un corpus rotundo como la espalda de un medallista olímpico de halterofilia, hiperviolento hasta mirarse en el espejo del explotaiton (sobre todo en sus dos últimos capítulos) y que detrás de la obsesión justiciera de Castle esconde una reflexión poco complaciente sobre la Norteamérica actual. Compararla con Brawl in the Cell Block 99 (S. Craig Zahler, 2017), otro puñetazo a la mandíbula del sistema desde una aproximación multigenérica (thriller mafioso, drama carcelario y exploitation), no resulta nada descabellado; de hecho, harían un magnífico programa doble. La película de Zahler no tendrá continuación, pero Frank Castle volverá. Así que ya saben, stay tunned.
P.S: Durante los primeros episodios, vemos a Frank Castle observando Nueva York desde las alturas (de arriba hacia abajo y desde una posición alejada). Es un outsider, alguien que está fuera de ese mundo y que atiende a una lógica diferente. En el capítulo undécimo (‘Danger Close’), Rawlins y Marion James (Mary Elizabeth Mastrantonio), la jefaza de la CIA, se reúnen de manera clandestina. Están sobre un puente y, desde allí, detrás de ellos, se observa la ciudad. Ellos son dos de las personas que dominan ese mundo, que conocen sus engranajes y saben qué resortes tienen que activar para que todo funcionen según lo que les conviene, por eso están filmados en el interior de la urbe (no la observan, forman parte de ella, la controlan). Para acabar con aquellos que manejan el sistema, porque conocen y establecen los mecanismos que lo rigen, para ‘liquidar’ a los que están dentro, tiene que venir alguien del exterior cuya (sin)razón no atiende a las pautas establecidas por la clase dirigente. Una dinámica dentro/fuera (pero también acción/reacción) que funciona a nivel dramático y a nivel visual.