Vittorio de Sica (1901-1974) más que un director de cine y un actor de enorme prestigio fue en su época un icono. Junto a Chaplin, es el único gran cineasta de la historia que logró al mismo tiempo crear algunas de las películas más bellas de su época y convertirse en uno de esos actores populares con los que el gran público, ese que siembre buscó y casi siempre conquistó, se siente identificado. Ganó cuatro Oscars y fue querido y admirado como pocos artistas del siglo XX en parte también gracias a un irresistible encanto personal con el que llegó a personificar la "italianidad" misma. Vittorio de Sica, maestro del neorrealismo de los 40 y 50 junto a Roberto Rossellini o el primer Pasolini, no solo dirigió Ladrón de bicicletas, la película más emblemática de un movimiento cinematográfico fundamental, también marcó a fuego la historia del cine con una serie de películas, El limpiabotas, Milagro en Milán, El oro de Nápoles o Matrimonio a la italiana que en estos tiempos de penurias en el sur de Europa emergen con inusitada fuerza y actualidad. Fue el gran cineasta de la dignidad, un humanista realista que jamás renunció a la esperanza.
Me he pasado toda la vida diciendo que Ladrón de bicicletas (1948) es mi película favorita y la vuelvo a ver después de cierto tiempo con algo de temor a sentirme decepcionado, como el niño que regresa a la casa donde pasó los veranos y teme desilusionarse. No sé si es la mejor película de la historia (¿quién lo sabe?) pero sí es la película que más veces ha logrado emocionarme. Ladrón de bicicletas permanece, más de 60 años después, como el más poderoso símbolo de la dignidad de los humildes de este mundo, una oda como todas sus películas a la supervivencia. Vittorio de Sica no significa tanto unas temáticas o unas constantes estílisticas como la conquista de un tono muy particular, mil veces imitado, en el que la comedia y la tragedia se entrelazan sin solución de continuidad, una forma compasiva de rodar a los personajes que emana en todo momento de una sensibilidad y una hondura humana pocas veces igualada y quizá imposible de superar. Es la película perfecta y observamos las virtudes del cineasta: esos primeros planos que captan la esencia de los personajes gracias a una maravillosa dirección de actores, esas imágenes casi documentales que reflejan la vida diaria de la Italia de posguerra o esos planos colectivos (la escena de la misa o en casa de la madre) realizadas con precisión de maestro.
El Vittorio de Sica neorrealista es el más celebrado y es también el mejor. Sus primeras películas, comedias ligeras de corte histórico ya dejan entrever que es un cineasta superdotado. En Recuerdo de amor (1942) cuenta la enemistad entre dos colegialas de clase alta en plena guerra de reunificación italiana mostrando su buen manejo de los actores y su uso de la socarronería, esa retranca tan De Sica en la que al mismo tiempo que hace crítica social también se muestra infinitamente benevolente con la debilidad humana, sea la vanidad, el vicio o la que surja. A De Sica le divierte más que le horroriza la estupidez y más que acusar parece querer reconciliarnos con nuestras propias flaquezas. De Sica odiaba la injusticia y se rebeló contra ella pero nada en el ser humano le espantaba salvo la crueldad. El gran salto a director importante lo da con El limpiabotas (1946), su primera colaboración con el guionista Cesare Zavattini, con quien firmaría sus mejores títulos.
Es posible que, con Spielberg, De Sica sea el mejor director de niños que jamás ha habido y El limpiabotas, como muchas de sus mejores películas, está interpretado por ellos. Dos niños pobres que sueñan con comprar un caballo blanco cometen un delito sin querer, son enviados al reformatorio y la cosa termina mal. En esa conquista de un tono, De Sica consigue lo que pocos directores logran película a película, ser al mismo tiempo emocionante y sensible, incluso subir el volumen de la música cuando toca llorar, y también no resultar nunca cursi, es esa conquista pura de la emoción que pocos artistas alcanzan, es cine de sentimientos que nunca es sentimental, que remueve por dentro nuestras inclinaciones mejores: la compasión, la empatía y el deseo de un mundo más justo. En plenitud de facultades, dirige Ladrón de bicicletas dos años después y al poco ya rueda otro gran filme, Milagro en Milán. En esta historia de unos honrados y trabajadores chabolistas que van a ser desalojados por un malvado capitalista observamos de forma clara otra de sus virtudes, el profundo compromiso político y social que jamás renuncia a la alegría. Su cine nos conmociona y nos sensibiliza pero jamás busca la truculencia ni la exageración, De Sica insufla un sentido de vitalidad incluso a sus historias más trágicas. Sus personajes luchan en contextos difíciles pero no son desgraciados ni miserables, lo que nos impresiona es su titánica batalla por la felicidad. De Sica sentía demasiado amor por los seres humanos como para regodearse en su desgracia.
De Sica aún rodaría cuatro grandes películas más neorrealistas con dos excepciones en medio, una buena y una mala. La neorrealista Umberto D. (1952), es una película, esta vez sí, cursi sobre la soledad de un viejo pobre y desamparado que nunca se suicida por no tener quien le cuide al perro, vamos mejor a la siguiente, nadie es perfecto. Estación Termini (1953) avanzaría el De Sica romántico de los últimos años con la historia de amor entre una mujer madura americana y su joven amante italiano logrando una buena película. Regresa al neorrealismo por la puerta grande con la magnífica El oro de Nápoles en la que echa mano de su talento para la comedia y marca su primera colaboración con una actriz fundamental a partir de entonces, Sofia Loren, que brilla con una intensidad espectacular. Esa maravillosa mezcla de fortaleza, retranca, sexualidad, dignidad, mundanidad, esa "vulgaridad" tan estilosa que desprende Loren en todas las películas de De Sica es un monumento. El oro de Nápoles son seis historias y además de la mítica de la actriz (una mujer infiel que trabaja en un puesto de pizza "a crédito") destaca el propio De Sica interpretando a un conde ludópata. El propio director y actor lo era, perdió grandes sumas de dinero en el juego y al parecer por eso tuvo que aceptar papeles menores durante toda su vida. Es una debilidad, como sucede con sus personajes, que solo nos hace quererle aún un poco más.
El techo (1956), sobre unos jóvenes que tienen que terminar de construir una casa en una barriada antes de que el Gobierno lo prohiba y los desahucie, es una nueva muestra de ese vitalismo de De Sica y un canto a la solidaridad humana. Dos mujeres (1960), de nuevo con Sofia Loren, nos plantea la evolución de una mujer que se siente cómoda con Mussolini mucho más por ignorancia que por devoción y acaba descubriendo el rostro más espantoso de la guerra. Inspirada en una novela de Alberto Moravia sobre las violaciones masivas que cometieron tropas marroquíes que luchaban con los franceses en la batalla de Montecassino, es también una oda a la resistencia y la capacidad del ser humano por salir adelante. Junto a Loren, Vittorio de Sica aún dirigiría una obra maestra más: Matrimonio a la italiana (1964), una película que alcanzó un éxito descomunal en su época y sigue siendo una comedia insuperable. Sofia Loren y Marcello Mastroianni, la primera una prostituta y el segundo un hombre de buena familia que se niega a casarse con ella después de años de relación, es quizá la mejor interpretación de la actriz. Divertidísima y muy conmovedora, marca el momento más álgido como actriz de Loren y el éxito de su personaje se convierte en un símbolo de esperanza y una nueva llamada a la lucha. Es sencillamente genial.
El ultimo De Sica nunca fue tan bueno como el primero pero aún proporcionó buenas películas. La última parte de su obra está teñida de nostalgia. El jardín de los Finzi Contini (1970), por la que ganó su último Oscar, narra la debacle de dos familias italianas judías de clase alta cuando Mussolini dicta las leyes antisemitas hasta el Holocausto final. Ese jardín que se mantiene como reducto de un mundo en extinción, como el paraíso perdido de una Europa que pudo ser y nunca fue, adquiere en el filme una gran resonancia simbólica y casi se diría que es el propio paraíso de un De Sica que ahondaría en la nostalgia en Los girasoles (1970) y su última película, El viaje (1974), ambas con Sofia Loren. Son películas parecidas en las que una pareja de amantes no pueden vivir su amor de forma plena por las circunstancias históricas (la guerra en la primera, las rígidas costumbres sociales de Sicilia en la segunda) y están condenados a estar separados. Son filmes sobre lo que pudo ser y no fue, sobre cómo la vida impone sus propias leyes y actúa como una cruel castradora de los más bellos impulsos humanos. Es un De Sica más agrio, más melancólico que el de sus inicios que no más trágico.
Y no quiero terminar sin mencionar sus dos actuaciones en películas de otros directores más memorables. Pan, amor y fantasía (Luigi Comencini, 1953), donde interpreta a un maduro policía enamorado de una jovencita, se convirtió en una saga interminable muy popular en su época. Es una película bellísima, quizá algo ingenua pero muy conmovedora, en la que De Sica interpreta a ese galán italiano risueño y encantador con el que el público siempre lo asoció. El general de la Rovere (1959), gran obra maestra de Roberto Rossellini, fue quizá su papel más importante y emblemático. La historia de un tunante que engaña a familias desesperadas durante la ocupación alemana "vendiéndoles" la salvación de sus seres queridos y acaba convertido en un héroe es una inmortal obra maestra y símbolo de la dignidad de quienes lucharon contra el fascismo.