La hora de la ley y la libertad
Son ya demasiados los indicadores como para no poder afirmar que comienza una nueva era no sólo en internet, también en la industria cultural. Una nueva era que los radicales consideran que va a ganar la "industria" gracias a nuevas leyes que impiden y limitan el expolio de los derechos de autor que se ha vivido en los últimos años. Pero se equivocan, porque la larga década de caos y de impunidad también han transformado, para bien, a una industria que llevaba décadas utilizando de manera ventajosa y artera unos privilegios y un poder incalculable con el que pretendían no sólo cobrar precios abusivos sino controlar el gusto y la vida cultural atendiendo exclusivamente a razones mercantilistas que la desprestigiaban. La cosa va a quedar en tablas y está bien que así sea. El cierre de Megaupload, la futura ley estadounidense, muy dura, y la Sinde en España tan solo vienen a compensar una partida que, hasta la fecha, estaban ganando los piratas por puntos.
Se suele considerar el boom de Internet, que se estableció de forma inequívoca con el cambio del milenio, como el momento en el que todo cambió. Siempre he pensado que las cosas empezaron un poco antes. Fue en 1993 cuando George Michael se querelló contra Sony por el contrato leonino al que lo tenía sometido. El músico perdió el juicio, pero salió a la luz de forma definitiva el poder dictatorial que las discográficas ejercían sobre los artistas y la opinión pública le dio la espalda. Cuando arrancó Napster, en 1999, la industria no sólo debía enfrentarse a un monstruo como la red muy difícilmente controlable y para el que no existían ni herramientas legales ni informáticas para domar, también a un público que estaba harto de que fueran los ejecutivos quienes dictaran qué debían consumir, cuándo y qué productos debían fabricar los propios artistas. La red surgió como un espacio para desarrollar la creatividad sin cortapisas ni planes de marketing. Y ese espíritu de dinamismo no se debe ni se puede abandonar.
Los 2000 fueron los años del caos. Los poderes públicos, muy notoriamente en España, tenían como prioridad que la población se enchufara a Internet y sabían que la gratuidad de los contenidos era un reclamo de primera magnitud. Las compañías de telecomunicaciones, cuyos comerciales ofrecían banda ancha con el eslogan de que uno podía bajarse todo lo que quisiera a toda pastilla, hicieron su agosto y el Estado tampoco quiso oponerse a una opinión pública que estaba encantada con no pagar un duro por lo que antes había sido tan caro. Una década en la que la oferta cultural se ha movido entre dos polos extremos y contraproducentes. Por una parte, el inviable gratis total. Por la otra, una oferta legal cuyos precios seguían siendo demasiado altos y que, además, no estaba acorde con una nueva realidad.
En un mundo como el actual en el que existe una variedad de productos ilimitada no tiene sentido cobrarlos a precio de oro. El mundo antiguo funcionaba cuando todos los años se estrenaban un número muy limitado de películas o salían unos pocos discos que eran los que escuchaba todo el mundo. Ya no existen figuras de la magnitud de Michael Jackson o Elvis Presley porque la audiencia de hoy está mucho más fragmentada y dividida, para estar al día ya no basta conocer al fenómeno de la temporada, ahora son decenas de propuestas las que conforman un panorama cada vez más global e hiperespecializado. En resumen, la industria estaba cayendo en una contradicción insondable, ofrecer cientos de productos y al mismo tiempo vetar el acceso a la mayoría de ellos porque el presupuesto de nadie da para comprar diez cedés de música a la semana. El gratis total, en suma, venía a paliar con una injusticia otra quizá mayor.
La piratería ha tenido muchas cosas buenas. Ha posibilitado que muchos jóvenes escuchen música que no habrian escuchado si hubieran tenido que pagar por ella. Ha abierto las puertas a millones de personas a películas de cinematografías lejanas y ha convertido a muchas personas en verdaderos consumidores compulsivos de cultura. Ha hecho que personas que viven en provincias donde no llegan productos más exquisitos puedan acceder a ellas desde sus casas democratizando la oferta cultural, muy reducida en casi todos los países a las grandes ciudades. Ese entramado de piratas, ayudados por nuevas herramientas de comunicación como el Messenger o las redes sociales más adelante, también han creado nuevas comunidades de intereses afines minoritarios pero relevantes, propiciando intercambios culturales y de información que han enriquecido la esfera pública. Los internautas más entusiastas, y en muchos casos los más piratas, han sido impulsores de un nuevo panorama más interesante, más vivo y diverso que el que teníamos.
Pero después del caos tiene que llegar el orden. Internet ha crecido de forma brutal y es lógico que los primeros años cundiera el desconcierto y la falta de reglas. Pero hace ya tiempo que ha llegado la hora de legalizar y normalizar un medio que forma parte de nuestra vida cotidiana y que tiene la suficiente madurez como para pasar a una segunda etapa. Y esta nueva etapa debe estar marcada por dos criterios: la legitimidad de los contenidos y la facilidad de su acceso, por ejemplo, no tiene sentido que la industria marque cuándo debe poder verse determinada película o escucharse un disco. Los ciudadanos deben tener el derecho a elegir también si prefieren ver una película en el cine o en su ordenador el mismo día del estreno. Y es el momento de que surjan nuevos negocios al margen de las grandes corporaciones que puedan subsistir y pagar por los derechos de autor que ofertan. Es la hora de la legalidad, incluso en sus términos más duros, pero también de aprender muchas de las lecciones que los piratas nos han mostrado.