Llevo un rato preguntándome cuántos de los supuestos lectores de hoy saben o recuerdan quiénes fueron Somerset Maugham, Blasco Ibáñez, Maxence Van der Meersch, Leon Uris, Henryk Sienkiewicz, László Passuth, Lajos Zilahy y tantos otros escritores de nuestro inmediato pasado, y hablo sólo del siglo XX.
Y, sin embargo sus sobrios y sus novelas fueron leídas por millones de lectores de todo el mundo y en todas las lenguas, sus nombres constituyeron un bloque de cabeza de los más populares de la Humanidad, sus figuras públicas fueron únicas y ejemplares hasta que poco a poco tomaron la del estribo y se dirigieron hasta su dirección de destino: la estación del olvido.
¿Quién lee hoy, entonces, Quo Vadis?, Cuerpos y almas, El dios de la lluvia llora sobre México, Los cuatro jinetes del apocalipsis, Éxodo? O, simplemente, ¿quiénes somos los que guardamos una memoria cercana de esos escritores y de sus obras? Me temo que sólo algunos viejos que arrastran sus pies por esos extraños y para todo el mundo lejanos lares del pasado, además de algunos escritores a quienes los olvidadizos llaman con frecuencia nostálgicos.
[Borges, el extraterrestre]
Me temo que el lector de hoy se atiene, por lo general y salvo excepciones bien numeradas, a la propaganda y a la publicidad editorial que los medios informativos vocean como novedades a los cuatro vientos lo que se sigue llamando, creo que impropiamente, “información”.
Pongámonos ahora en un nombre del que toda la literatura mundial sigue hablando, en las universidades y en los circuitos intelectuales, académicos y universitarios: el argentino Jorge Luis. ¿Cuánto tiempo le queda de gloria “eterna” a Borges y sus obras, cuánto tiempo de lectura y de lectores, de citas obligadas y de prestigio olor encima del tiempo? Nadie lo sabe, pero si camina hacia el futuro lo más seguro es que, como casi todo lo bueno, se dirija más temprano que tarde a la estación del olvido.
Un escritor como Steinbeck, ¿cuánto tiempo le queda para que su nombre desaparezca del estrellato y la memoria de sus hipotéticos lectores? Todos son preguntas a rastras del tiempo, ese interminable elemento a quienes los seres humanos hemos tratado de encerrar en un concepto absoluto sin ni siquiera entender su inexcusable condición relativa.
[John Steinbeck, espejo ante la corrupción]
Y luego está la nostalgia que, como la frivolidad, según las épocas y las modas de los años y los siglos, está dentro o fuera del escenario, dentro o fuera de la popularidad. Hoy se llama nostálgico a quien echa de menos el pasado y cree que cualquier tiempo fue mejor que el que estamos viviendo, que para la inmensidad de los no nostálgicos es la época más importante de la Historia. Pero, ¿y si nos paramos a pensar que estamos perdiendo la memoria para no ser nostálgicos, que vivimos en el aire tenebroso de la urgencia y que olvidamos casi siempre lo importante?
En cuanto a la literatura, que es en lo que felizmente estamos como último refugio de la memoria, me temo que, por lo visto hasta el instante presente, la literatura del siglo XX supera con creces a la que está saliendo a la luz en lo que va de siglo XXI.
Tengo para mí que vamos, en cuanto a la verdad de la literatura verdadera, hacia la estación del olvido, en la que no hay garantía de nada, y que se llama así porque es precisamente el destino de todo lo grande que parecía permanecer para siempre: el olvido. Lo dice el bolero, la letra popular de la canción, lo dice el rumor del pueblo sin distanció de voces ni extralimitaciones elitistas: “Dicen que la distancia es el olvido…”.
[La odisea de Joyce]
Me sigo temiendo que la literatura camina hoy entre una mayoría de farsantes sonrientes con puesto en el mercado hacia la desaparición. Entre mecanismos tecnológicos, inteligencias artificiales, artefactos que suplantan la memoria y facilitan todo cuanto en principio parecía provocado por el esfuerzo humano (y, de ahí los descubrimientos, lo que Joyce llamaba epifanía), la memoria pasa a ser algo secundario y la escritura literaria no es nada si no es memoria (y nosotros mismos no somos nada sino somos memoria).
Alguien me preguntó hace unos meses, para una entrevista en una revista de Buenos Aires, si le temía a la muerte. Contesté que no, aunque pensaba en ella, en la mía y en la de los demás; y dije, además, que mi gran pavor procede precisamente de la memoria, de la inmensidad de archivos de recuerdos que guardo todavía a mis años en la claridad de mi cabeza; dije que mi terror es perder, en fin, la memoria en vida, dejar de ser yo poco a poco o de repente, dejar de leer y escribir, olvidarme de nombres y lugares, de libros, sabores, experiencias, tiempos.
En fin, caminar hacia la estación del olvido como el que no quiere la cosa. Como esa foto en blanco y negro, tan espléndida e inolvidable de James Dean vestido con un abrigo negro y caminando bajo la lluvia por el bulevar de los sueños rotos.