La FIL de Guadalajara, el Festival Internacional de Cine de Guadalajara, el Teatro Diana, el Auditorio Telmex, el LeA (FIL de Los Angeles, en lengua Española), el Conjunto Santander de Artes Escénicas, la Biblioteca Juan José Arreola, la Cineteca, todo ello en Guadalajara, México. Y la idea y el proyecto de la Ciudad de la Cultura de Guadalajara. Más hacer grande e internacional La Fundación Universitaria de Guadalajara.
Guadalajara era su feudo, una tierra y un pueblo al que se entregó creando riqueza, puestos de trabajo, escenarios inmensos, equipos técnicos, amigos en todo el mundo. Ese era Raúl Padilla López, un creador y defensor de la cultura, especialmente las literaturas del mundo y, en particular, las literaturas de lengua española. Un visionario, lo llamó Marisol Schulz, actual directora de la FIL de Guadalajara, que fue mi editora en Alfaguara de México y trabajó catorce años con Raúl Padilla, hasta la hora de su muerte hace una semana. Una muerte que deja un vacío porque así son las personas imprescindibles.
Sí, era un político también y un hombre que se movía en las alturas del poder y que no podía pasar inadvertido ni para sus amigos ni para sus enemigos. Padilla llamaba la atención, en sus formas, en su educación, en su modo de tratar a la gente. Eso sí, no permitía mediocres a su alrededor, ni errores basados en el embuste de esos mismos mediocres. Cortaba por lo sano, como los médicos buenos.
Una vez, en una rueda de prensa internacional en México para anunciar que la Bienal Vargas Llosa y el premio de novela del mismo nombre se mudaban a Guadalajara desde Lima, afirmé que Raúl Padilla López era el Papa laico de las literaturas. Y ahora lo confirmo. Para Guillermo del Toro, el gran director de cine mexicano, Padilla fue un “padrino” cultural de primera instancia: produjo su primera película del año 1993, Cosmos, y lanzó su gran talento hacia el mundo cinematográfico internacional.
Además de un visionario, un hombre lleno de talento imaginativo y emprendedor, Padilla era atrevido en sus proyectos y en las maneras de llevarlo a cabo. ¿Era un renacentista? Lo era, sin ninguna duda. Incansable, era también un tallo de hierro, inquebrantable en la lealtad y para quien no era necesario firmar por escrito un pacto de lealtades de caballeros. Por eso no soportaba las deslealtades ni las traiciones. Ahí, ante la fantochada inadmisible, Raúl Padilla rompía los pulsos de la deslealtad y se acababa la confianza. Seguramente, tenía defectos, como los tiene todo el mundo.
A la hora de su muerte por suicidio, los rumores se extendieron por todo México y el mundo hispano. ¿Qué había pasado para que Padilla, un vitalista integral que no llegaba a los setenta años de edad, aunque había vivido más de cien en sus proyectos y en los resultados de estos, se quitara la vida? En los últimos tiempos, Padilla empezó a padecer de diverticulosis intestinal, una dolorosa y gravísima enfermedad. Hace unos meses, en Bruselas, tuvo que interrumpir un viaje de promoción y trabajo de la FIL y volver con urgencia a Guadalajara (donde estaba su historial médico y los médicos que lo trataron) para ser operado por segunda vez de esa maldita enfermedad. Hablé con él por teléfono tres o cuatro veces después de ese episodio. Siempre me dijo que se encontraba bien y recuperándose. Menos la última vez, hace quince días, cuando lo llamé para decirle que me iba a Cádiz, invitado al Congreso de la Lengua Española de las Academias. Esta vez no me contestó. Se acercaba un final que sólo él conocía.
Hace tres años, en plena pandemia lo llamé para decirle que había presentado la renuncia de la Dirección de la Cátedra Vargas Llosa al escritor peruano, pero que no me la había aceptado. Le dije que estaba cansado, que no tenía muchas ganas de seguir. Y me preguntó mi edad. Se la dije. “Setenta y cinco años hoy son como los sesenta y cinco años de hace años. Yo tengo sesenta y cinco años, que son hoy cincuenta y cinco, y tú tienes hoy sesenta y cinco años. Tenemos que seguir conspirando”, fue su contestación.
Conspirar: el verbo y la actividad que tanto le gustaba; llegar a acuerdos entre gente sensata, crear prefectos culturales de gran magnitud y llevarlos a cabo. Gracias a él y a su generosidad intelectual, se salvó de su desaparición la Bienal Vargas Llosa y el Premio de novela Vargas Llosa. Negocié con él un traslado de Lima a Guadalajara y llegamos a ese acuerdo en dos conversaciones; una primera, en su despacho de la FIL en Guadalajara, y una segunda en Madrid, antes de una cena en la que se expuso a Vargas Llosa el proyecto con su nueva ubicación. La aquiescencia del Nobel fue inmediata.
Ahora estamos sin Raúl Padilla, pero nos deja su obra. Lega su ambición y sus logros. Lega la internacionalidad cultural, y la literaria, de la Ciudad de Guadalajara, Jalisco, México. Siempre estaremos con él. ¿Y sus enemigos poderosos? Ya nunca podrán con él. Ni pudieron en vida ni podrán después de su muerte.