Conchita Quirós, la librera propietaria de la Librería Cervantes, en Oviedo, sabía que yo iba a viajar a la capital de Asturias como miembro del jurado del premio Príncipe de Asturias. Acababa de publicarse Casi todas las mujeres y me invitó a presentarla en la librería. Todo fue muy precipitado, apenas hubo tiempo para invitar a nadie y cuando llegó el día y la hora de la presentación, a cargo de Fernando Rodríguez Lafuente en conversación conmigo, no había nadie en la librería de Conchita Quirós. Los empleados del negocio nos miraban con pena: dos escritores esperando por sus lectores hipotéticos y por los interesados por la literatura y no llegó nadie.
Cuando ya habíamos decidido abandonar la librería con las manos vacías e irnos a tomar unos vasos de sidra al chigre más cercano, lo que no era mal plan después del fracaso del día, apareció en la librería un señor de unos 35 o 40 años con un ejemplar de Casi todas las mujeres bajo el brazo. Venía a la presentación y, no obstante estar él solo en el salón de actos de la librería, quiso que se celebrara de todos modos el acto. Y ahí, Rodríguez Lafuente y yo nos soltamos a hablar los dos para aquel único lector de la novela. Cumplimos como dos actores profesionales; hablamos durante más de cuarenta minutos ante la atención inusitada del hipotético lector único, como si aquel espacio de la librería estuviera lleno de gente.
Al final, el único asistente quiso hablar. Con calma, con detalle, con suma cortesía, agradeció que habláramos para él solo y sintió mucho que no estuviese nadie más. "Yo me iba a casar", comenzó a explicarnos -nosotros sentados en las islas encima de la tarima, él, sentado en su silla de invitado y el resto de las sillas vacías por completo. Me puse a temblar con la frase que había dicho, porque pensé que ahora vendría un fuerte reproche culpando a no sé qué de la novela de haber roto su compromiso de matrimonio. "Me iba a casar y estaba eligiendo el itinerario de la luna de miel con mi novia", siguió el lector único con su discurso. "Y una tarde" dijo, "llegó mi novia al café donde nos había citado y venía exultante de alegría. Ya sé dónde vamos a ir, me dijo antes de sentarse a mi lado, y mostrándome el ejemplar de su novela. A Sicilia, me dijo".
Yo estaba fascinado de vanidad porque intuía lo que venía después y no podía creérmelo. Rodríguez Lafuente sonreía divertido. "Y fuimos a Sicilia", siguió el señor hablando, "y recorrimos todos los lugares que usted recoge en la novela, fuimos a todos lados, a Agrigento, a Selunte, a Selinunte, a Palermo, a Siracusa, a la playa de Augusta, a Bagheria, y finalmente nos fuimos una semana a Taormina, donde usted dice en la novela que vive la pareja de protagonistas, Néstor Rejón, el escultor de piezas de oro, y Sarah, su joven novia. Todo estaba en el lugar donde usted lo señala, restaurantes, playas, palacios, iglesias, y nos gustó mucho la Iglesia de los Lampedusa en Santa Margherita de Belice, la Donnafugata de El Gatopardo.
Nos hospedamos en el hotel que usted señala en la novela en Taormina y fuimos a todos los lugares que aparecen en el trayecto de los protagonistas", dijo el único visitante. Tomó aliento y siguió: "Lo que tengo que decirle es que no encontramos El Barco, la casa inmensa y gran palacio que Rejón construyó para vivir con Sarah, en Taormina. Ahí, donde usted dice, hay un solar enorme, vacío y seco", añadió. "Sí, señor", le contesté con bastante entusiasmo, "la casa es la novela. El paisaje ya estaba ahí, la novela construye esa casa que vive ahora en la ficción del relato. La casa es una geografía esencial dentro de la novela y es la novela misma". "Eso entendí", dijo el lector, "quiero agradecerle la ocasión que me ha dado de conocer la maravilla de Sicilia gracias a su libro...", me dijo. "Agradézcaselo a su novia, que espero que ya sea su mujer,que fue la que leyó la novela y eligió el lugar de su luna de miel", le contesté.
No soy de los escritores que piensa en los hipotéticos lectores que va a tener lo que escribe. No soy de los novelistas que sueñan con tener miles y miles de lectores que no existen, que están en la nube de la inexistencia y que nunca o casi nunca aparecen en la realidad. Escribo con pasión y por pasión, y porque la escritura literaria es para mí una de las maneras más perversas de amar la vida. La posibilidad de una lectora como la novia que viajó a Sicilia en luna de miel no me incumbe: ni la pienso ni la sueño. Pero, a veces, se produce el milagro de la literatura en la propia literatura y surge la magia en la que no pensamos los escritores que no pensamos en los lectores cuando escribimos: aparece el lector hipotético y con eso nos basta, con uno solo de esos lectores, nos basta, para sentir la satisfacción de escribir después de escribir y ser leído por uno de esos lectores o lectoras que son sólo una remota posibilidad en toda una vida. El milagro está ahí, en la realidad de la lectura de un libro de ficción. Y yo lo he vivido, como una de las satisfacciones más grandes que he tenido en mi vida como escritor de novelas.