Para la inmensa mayoría de los escritores la máquina de escribir era hace algunos años un imprescindible artefacto de trabajo. Salvo para aquellos, como los poetas, a los que la tracción directa -el lápiz frente al papel en blanco, a la búsqueda de las cuatro palabras mágicas- les era necesaria para su escritura literaria, los demás trabajamos siempre con la máquina de escribir. Ese mecanismo magnífico se convertía en sujeto sagrado al que nos encomendábamos antes de ponernos a escribir. Según la pulsión del cerebro, sabíamos si teníamos que seguir o detenernos. Era esa música imaginaria de piano las que nos transformaba en pianistas en el momento de escribir y, los fanáticos de la escritura literaria, no podíamos dejar de tocar las teclas del piano y observar el resultado de lo que los románticos llamaban inspiración, que es un método de trabajo mental como otro cualquiera.
"Papá, hemos crecido oyendo tu máquina de escribir", me dicen mis hijos de vez en cuando, en alguna comida o celebración familiar, o en las frecuentes veces en las que nos vemos a lo largo de los meses. Para mí es un orgullo extraño y muy gratificante escuchar de la boca de mis hijos lo que yo considero uno de los mejores elogios que me pueden dedicar como escritor. Quiere decir que saben que he trabajado lo mío hasta llegar a la edad que tengo, que ya empieza a ser provecta. Pero ni siquiera con los años, me olvido de las máquinas de escribir que me han ayudado en mi vida a ser el escritor que soy. Guardo algunas de ellas como reliquias sagradas y de vez en cuando les echo un vistazo e incluso me atrevo a limpiarlas, como sujetos de un museo personal que me recuerda otras épocas.
Las Olimpias que utilicé en mis primeros años de escritura están ahí, en mi casa de la sierra de Madrid, durmiendo el sueño de la memoria en su lugar de honor. Pero las que más me gustaron siempre fueron las IBM "de bola". Siempre me pregunté por qué y ahora lo sé: porque sonaban como un órgano antiguo de iglesia irlandesa, de esa que usaban los terroristas del IRA para sus reuniones clandestinas. Todo muy novelesco, aunque si se dan cuenta las máquinas de escribir son una extensión de las manos del escritor y también hay aquí una pulsión directa, por muy mentira que parezca. ¿No es el escritor, al fin y al cabo, un pianista de su literatura, un tipo que en su máxima soledad compone una música que cree en ese instante que nunca nadie antes ha compuesto?
Siempre me gustó tener dos o tres IBM "de bola", una en uso y dos en reposo, esperando su momento lúcido y oportuno para entrar en acción, para entrar al reto en el torneo de las palabras, como si el escritor supiera que hay un secreto en su interior, como en la mina de oro, y el escritor tuviese que encontrarlo, a pico y pala en el trabajo de todos los días.
Con cierta frecuencia sueño ahora con una máquina de escribir del futuro, tan sofisticada y compleja que todavía no existe. En el sueño, que se convierte en una pesadilla casi siempre, me empeño en conocer la circulación de la sangre de ese organismo, sus músculos, sus huesos, su carne y hasta su alma. En esa misma pesadilla, entonces, lo que hago es desmontar pieza a pieza la máquina de escribir fabulosa y ver cuál es el trabajo que tiene cada uno en su mecanismo total. Lo que me sucede a continuación es exactamente la pesadilla que termina por despertarme: cuando voy a montar de nuevo la máquina de escribir del futuro o me sobran piezas, muchas casi siempre, o me faltan y no sé para qué sirven. Maldigo el momento en el que me decidí a desmontarla y entonces me despierto, sin resolver del todo que la máquina de escribir vuelva a funcionar. De psiquiatra, dirán muchos de ustedes, y tal vez tengan al menos parte de razón o yo lo creo así hasta el día de hoy. ¿Llegará alguna vez a existir esa máquina de escribir increíble con la que sueño y a la que sueño que destrozó sin darme cuenta? O ¿qué es lo que quiere decirme el sueño, el Tío Sigmund mediante? No lo sé, al fin y al cabo son cosas de los sueños y los sueños sueños son. Pero no dejan de perturbarme y no me permito dejar de hacerme preguntas sobre este particular de la máquina de escribir. De momento me conformo, orgullosamente escritor y padre, con el piropo que me dedican mis hijos: "Papá hemos crecido oyendo tu máquina de escribir". Me están diciendo escritor en esa frase. No es poco. Mientras tanto, sigo escribiendo, soñando que escribo, escribiendo soñando, como aquel maníaco grafógrafo del gran escritor mexicano Salvador Elizondo, que no dejaba de soñar con escribir y escribir incluso soñando.