Siempre es muy gratificante un vuelo al paraíso y La Palma lo sigue siendo: un remanso sin tumulto, un pequeño universo agradable y suave. Como el alisio que refresca los grados de calor en el verano. Como el verde de las laurisilvas que acarician con su espesura la superficie volcánica de la superficie insular. Y la gente, paseando por la Avenida Marítima en Santa Cruz, o sentada, con un café o un barraquito casi al mediodía, en la ternura especial de la Plaza de España, en Los Llanos de Aridane, bajo el laurel de Indias, lugar mágico, o en la plaza de Tazacote o Puerto Naos. El pescado fresco, frito o sancochado, de San Andrés, otra magia distinta. Y el rumor del bienestar, suave, rítmico, agradable. La Palma, no sólo isla bonita, sino un paraíso que nunca se ha perdido y pervive pese a las dificultades de la vida.
Cuatro meses confinado, sin volar al paraíso se vuelven incómodos en ciertos días. Por eso mi entusiasmo en este vuelo de hace un par de días, más que por razones de descanso por fórmulas intelectuales: presentar a la prensa el III Festival de Escritores Hispanoamericanos de Los Llanos de Aridane, a celebrar del 15 al 19 de septiembre próximo con prudencia y valentía ante las circunstancias, junto a las autoridades de la isla y el representante del Gobierno canario, el consejero de Cultura Juan Márques, un tipo que sabe de memoria los secretos de la sensibilidad cultural que lleva dentro: no es, en conciencia y en origen un político, sino un músico. Y, claro, sabe tocar de estudio y de oído.
Tenía curiosidad, también intelectual, por ver cómo se comportaría la gente en las dependencias del aeropuerto, con qué orden y concierto subiríamos al avión los pasajeros, cómo íbamos a comportarnos una vez en el aire, dentro de un tubo incómodo y a pesar de todo lento. Quede agradablemente sorprendido por el orden, previsto por los mandos aunque en mí provocaba escepticismo. La mala educación de la gente en masa convierte a cualquier colectivo en una manada de becerros que hacen casi siempre lo que les da la gana, desobedeciendo las más mínimas formas de comportarse en público. No, la gente actuó con calma, paciencia, educación y hasta elegancia. Pero, bueno, ¿estaba yo entrando en un vuelo de españoles en el Aeropuerto Adolfo Suárez o en un aeropuerto de Suecia o Finlandia? Unos minutos antes había llegado a esa terminal y ya noté el orden y la prudencia. Muy extraño entre nosotros, gentes del sur bastante irresponsables cuando se tendría que esperar todo lo contrario. Durante el vuelo, silencio. Un silencio asombroso, nadie hablando en voz alta, nadie paseando por el pasillo del avión, molestando a los tripulantes que nos atendían; nadie gritando o comportándose como brutos en público.
Lo digo y lo recuerdo porque estoy harto de ver espectáculos lamentables en los aviones, antes y durante el vuelo. Lo digo porque a veces uno se avergüenza de los demás al ver el comportamiento de monos salvajes que tienen a gala algunos llamados seres humanos. Lo digo ahora y me sorprendo agradablemente de que el miedo al virus nos haya, al menos en este caso de mi vuelo a La Palma, convertido en seres que parecemos civilizados. Aunque sea por un tiempo, porque mi escepticismo no va más allá de tres o cuatro meses: cuando perdamos el miedo, perderemos la vergüenza otra vez y, sobre todo y lo peor, perderemos la memoria inmediata de cuánto ha sucedido en los cuatro últimos meses catastróficos.
Un elemento fundamental de la conversación con mis hermanos y amigos palmeros en los largos almuerzos, tragos y sobremesas, fue -lógico- la pandemia. Mi impresión es que hay que hacerle frente con prudencia y paciencia, madres virtuosas de la civilización frente a la ignorancia y la avaricia del animal humano. Mi sospecha es que el virus va a vivir entre nosotros durante mucho tiempo, mucho más de los que se nos dijo en principio y se nos sigue diciendo con la profecía de la vacuna. No creo, mantuve en esas conversaciones, que haya vacuna muy pronto, y vamos a vivir con la mascarilla puesta en público y en privado durante más de un año todavía. Juan Francisco Capote, el científico que más sabe de animales y quesos y otras muchas cosas más, me contradice: todas las multinacionales científicas van tras la liebre de la vacuna como galgos corredores que persiguen al conejo mecánico con una tenacidad de ganadores. Ojalá sea así. Ojalá, lo que creo que es mucho pedir, nos hayamos civilizado un poco más y esa costumbre perdida por la Humanidad, la del respeto y la educación, se rescate del archivo histórico y se ponga en celebrada actualidad. Mientras tanto, paciencia, sonrisa y a caminar. Como dijo el maestro Zen: ya se verá.