Esta larga y obligatoria retirada del mundo exterior me ha confirmado lo que llevo años sospechando: que no me gustan los andares de la perrita. Me acojo en el título a este dicho popular de mi tierra isleña para reafirmarme en mis sospechas consuetudinarias: el mundo que vivimos no tiene remedio. No tiene remedio el mundo político, encanallado, haciendo todo lo posible por empeorar nuestras libertades; no tiene remedio el lenguaje que usan nuestros políticos, no sólo en España sino en el resto del mundo; no me gusta nada el mundo que hemos vivido y menos el que vamos a vivir. Los sabios utópicos, los idealistas, creen que podemos salir del infierno mucho mejores de lo que somos. ¿Cuándo las cárceles han sido la salvación para los que han delinquido e ido a parar a ellas? Una cosa es lo que queremos que sean las cosas y otra lo que realmente son. No me gusta, por lo general, el mundo en el que me muevo, el llamado mundo intelectual, que crea élites todos los días y destruye el prestigio de quienes, acratoides, disolutos, sospechosos y, finalmente, señalados por las mismas tribus a las que pertenecen pierden sus meros nombres en un ostracismo casi siempre injusto. No me gusta este mundo lleno de crímenes, manifestaciones de todo tipo, gritos siempre canallas y poca reflexión.
Tengo que echar manos una vez más del Tío Albert y su genial atribución: que la cantidad de los imbéciles en el género humano, sin distinción alguna de géneros, es innumerable. Hay quienes mantienen, y estoy cerca de ellos, que una gran parte de los seres humanos no valen nada, cerca del 90% dicen. Pongamos un 80% para seguir siendo generosamente bondadosos. El infierno es así, con virus invisible o con los otros virus tan visibles que no entiendo bien cómo no los vemos: el de la idiotez, la estupidez suprema como virtud social, el de la mediocridad como una manera de estar en la vida, en la vida incluso de élite (y sobre todo ahí); el virus del latrocinio y el crimen, a buenas horas mangas verdes. De modo que no creo que vayamos a salir mejores de este confinamiento obligatorio, sino mucho peores y mucho más tontos, egoístas y absurdos. No me gustan, siempre por lo general, las redes sociales, y ya a punto de que no me gusten tampoco los medios informativos, tantas veces multares y tan mentirosos como las mismas redes sociales, un basural del que Umberto Eco (¿otra atribución?) afirmó que daba el derecho a opinar a millones de analfabetos e idiotas. No me gusta el lenguaje y la semántica de las redes sociales y ya sé, aunque lo sospechaba desde hace ratos, que no todas las opiniones son dignas (hoy casi ninguna) y respetables. Se ha apoderado del mundo una mediocridad absoluta que amenaza con quedarse a vivir en el poder para siempre. Los dictadores se hacen con el poder absoluto y a los supuestos o reales demócratas los eligen los ciudadanos en las urnas.
Perdonen ustedes estas reflexiones tan negativas, que no son producto de un estado de ánimo vespertino y decaído. Al contrario, lo son por pensar demasiado, aunque no más de la cuenta. No es lo mismo soplar que hacer botellas. Y en este mundo, lleno de basura y mediocridad, vivimos diciéndonos a nosotros la mayor de las mentiras universales: que el ser humano es libre. Sí, tiende irremisiblemente a un destino de libertad, pero la Historia no camina en línea recta y ahora vivimos un retroceso de urgencias y estupideces que llenan como si fueran noticias de verdad los canales de televisión, los periódicos (que han dado un bajonazo que ni el peor de los toreros), las emisoras de radio... Los medios informativos en manos de delincuentes que disimulan sus crímenes vistiéndose de lujo italiano mientras matan lo que nos queda de democracia.
¿Y la literatura? Ahí, amigos, ahora vendrán legiones de escribidores, escritorzuelos que por serlo se creen escritores de verdad, a contarnos en novelitas ridículas e infames su experiencia con el confinamiento, el coronavirus en un lenguaje de pandemia que es ajeno a la literatura. Ya han empezado los peores y alguno de ellos amenaza con contarnos su vida y su supervivencia no en una novela, sino en una trilogía. El Leviatán de la mediocridad, el poder y el dinero acabarán por triunfar en ese mundo que cada vez tiene menos escritores de verdad, sin distinción de géneros, y -lo que es peor- menos lectores serios, viciosos y empedernidos seguidores de la literatura. Si es malo escribir deprisa, o esa cualidad puede entrañar defectos irreparables para la literatura, es peor publicar un libro, una novela deprisa, nada más acabar de escribir. Tengo para mí que la literatura es otra cosa, pero así -y no temo equivocarme con lo que, agorero, pronosticó sin mucho esfuerzo- son los andares de la perrita. Si no lo ven es porque están ciegos.