En estos días de posoperatorio y convalecencia, he vuelto a leer algunas páginas de las Memorias de Churchill, un hombre de verdad. Stalin lo llamaba "el borracho", y lo era. Y, en esa foto de Yalta, está Roosevelt. Stalin, un asesino contumaz y paranoico, lo llamaba "el lisiado", y lo estaba. Además, en esa misma foto de la paz está el preludio de su muerte. Tres tipos de cuidado que se unieron para derrotar la aventura demencial de un loco esquizofrénico, drogadicto, criminal insaciable: Hitler, a quien todavía hay gente que canta con el brazo en alto. Tengo tiempo para pensar, tendido entre libros en la soledad de mi propia alcoba, oyendo sólo el rumor de las páginas de papel cuando cruzan de una a otra, y rodeado de libros de amigos y cercanos que siguen acompañando mi deseada soledad.
Churchill, entonces. Siempre lo leí. En mi primera novela hice una broma con sus "memorias" (dije que le habían dado el Nobel de La Paz por haber hecho la Guerra) y alguien, algún crítico, se lo tomó en serio sin entender el sarcasmo: "así somos ellos". Sangre, sudor y lágrimas: siempre he pensado en ese lema de Churchill, que parecía, y tal vez lo fuera, el principio de un poema interminable de odio a la guerra, de desprecio por la locura de la guerra. Sí, sangre, sudor, lágrimas, y un buen teléfono de baquelita al alcance de la mano, para hablar en cada momento con quien fuera necesario, con el americano, con el comunista ruso, con los menos importantes, más pequeños pero tan necesarios como los grandes; en una buena bañera llena de agua caliente, con un gin o un scotch siempre a la mano, directo el trago de alcohol que activaba la imaginación y la fuerza cerebral de Churchill, "el borracho".
Así que un borracho, un enfermo lisiado y un criminal sin límites. Ellos arreglaron la guerra e hicieron la paz que desencadenó otra guerra: la llamada guerra fría. ¿Fue aquel tiempo mejor que este lleno de locuras donde el pensamiento libre tiene la certeza moral de haber caído en manos de animales que manejan el poder y las masas a su antojo? Seguramente este es un tiempo mejor, con menos costos reales, aunque con la indecencia a flor de piel, sin aquellos valores de la sangre, el honor, el sudor de la libertad y las lágrimas del dolor y la muerte. Ahí, en esa foto de Yalta, tan vieja como el mundo, están todas las contradicciones del ser humano en su vida cotidiana; el ser humano, ese bicho maligno que, en cuanto puede, saca lo peor que tiene dentro, el mono caníbal al que Hannah Arent sacó cuentas exactas en sus ensayos. Ella lo dijo: nunca amó patrias ni pueblos, nunca amó agonías ni inventos patrióticos, nunca se mintió con glorias nacionales ni tribales para mentir a los demás. Sólo amo a sus amigos. Sólo amó a las personas. Para Stalin, la libertad era la banalidad del mal; para Churchill la libertad no sólo era Inglaterra, aunque Gran Bretaña lo fuera casi todo para él. Para él, la libertad era entonces sangre, sudor y lágrimas. Compara uno en un instante de despiste a Churchill con este loco rubio que responde al nombre de Boris Johnson y es para borrarse del mundo; compara hoy, en otro momento de despiste a Rooselvet con el loco ácido que vive en la Casa Blanca y eso: más vale correr hasta llegar a Marte, a otro mundo, a otro universo.
Efectivamente, ¿en manos de quiénes estamos? Porque lo demás, hoy en día juega al disimulo pero su vacuidad es tan evidente, sus ansias de poder son tan demenciales, miren a Putin y a otros tantos, que el zoológico político de este gran mundo de hoy no deja más que horror y horror por todos lados. Como en los tiempos de Conrad y aquel Congo Belga propiedad de Leopoldo II: "¡El horror, el horror!".
De Yalta a ahora la gran peripecia del ser humano ha consistido en equivocarse una y otra vez, dándole la razón a Einstein: que, en el fondo, el ser humano cree que va hacia adelante, pero camina hacia atrás, como los cangrejos, los desnudos y los muertos.
Hoy Yalta serían tres locos imperecederos e interminables: Putin, Johnson y Trump.
¿Para qué queremos caballos del Apocalipsis si estamos en ese Apocalipsis continuo, día tras días, cotidiano, como algo normal, lógico en el mono que somos, el que vive dentro de nosotros, el mismo al que no hemos podido todavía vencer y derrotar con educación y civilización? ¿Ariel o Calibán? Tan antiguo como eso, tan presente como viejo, tan inmensa es la fuerza del animal que nos domina, que nos engaña, nos hace creer que somos gente honrada y civilizada y, sin embargo, se lanza a locura de matar a las primeras de cambio. Sangre, sudor y lágrimas perpetuas. Y un teléfono móvil cerca, mientras reposamos en la tina llena de agua caliente, fumamos un tabaco cubano de los mejores, con un trago de gin, y pensamos que sí, que a veces parece que somos libres.