Edwards, el memorioso
En estos días de curso de verano en El Escorial, he escogido las horas de la noche para leer con calma, sobresaltado sólo por la brillantez de su prosa, Esclavos de la consigna, el segundo tomo de memorias de Jorge Edwards, el memorioso. Hoy por hoy, me atrevo a decir en voz alta que Edwards es el memorialista actual más relevante en las literaturas de lengua española; chileno del mundo, enamorado de la literatura de Francia, y de todas las literaturas del universo, Edwards mantiene la memoria fresca, cercana, cómplice; cómplice, digo, de las palabras, de la certidumbre de la palabra flaubertiana. Esclavos de la consigna, el título espléndido de este segundo tomo de memorias, será un texto mayor del memorialismo de la lengua de un escritor a quien esos mismos esclavos de la consigna, que la legión de mediocres en la mayoría de las veces, condenaron explícita y tácitamente a la exclusión, al ostracismo mediático y académico. Pero no contaron con la voluntad también expresa del escritor: no contaron con la capacidad de resistencia de la ética (y, por tanto, de la estética) de Jorge Edwards, que ahí está, como el Quijote, enfrentándose a los enemigos imaginarios o reales, corriendo los riesgos de la aventura de recordar y escribir con la belleza que exige su vocación, depurada ya su escritura, pero vital, casi espontánea, aunque cuidada, mimada como mima cada golpe de cincel el escultor en el que coincide de la pasión de crear memoria, en ese caso, desde la experiencia personal, desde la misma memoria íntima. La fluidez de esta prosa memorialista viene ayudada de manera natural por un ya largo oficio de escribir con la memoria enhiesta, siempre lanza en ristre, dispuesto a solventar las rencillas y las pasiones de la vida con las palabras sagradas de la literatura.
En Esclavos de la consigna, Edwards señala sin rencor, y a veces con algo de misericordia digna de un intelecto superior, los factores y algunas personas que, entre otros ejércitos del ridículo, fueron obstaculizando su paso hacia los primeros planos del llamado "boom". Siento mucho decirles a ustedes, y a todo ese ejército enemigo sometido a las consignas del poder político de la izquierda tradicional (y de las nuevas, que son más viejas que las viejas), que yo soy amigo de Edwards y admirador de su obra desde hace más de cuarenta y cinco años, en las fechas en que comencé a leer sus novelas y sus textos en la Barcelona libre de entonces, de aquellos años. Siento confesar una vez que me parece uno de los escritores de lengua española más honestos, más éticos y más preparados para este oficio caballeresco de escribir, de construir mundos locos con la memoria que tantas veces nos engaña e incorpora la ficción a nuestros textos. Aparece una ciudad fundamental entre ciudades en las páginas de este segundo todo ejemplar de Edwards: París. Todo gira en torno a la alegría de vivir y la añoranza de haber vivido en esa ciudad en la que cada esquina hay una lección de historia y una novela de ficción, fabricada por los años y la nostalgia. Aquí, Edwards pisa un terreno que ya conoce, se pregunta dubitativo por muchas cosas que hizo y tal vez no debió hacer, o por otras que no hizo o dejó a medio hacer y sobreviven en su memoria como los molinos de los gigantes quijotescos. Este escritor cervantino, lo es en muchas de sus novelas, es además muy inglés en nuestra lengua: habla como escribe, con el mismo cuidado puesto en la palabra exacta. Amigo de Balzac, Flaubert, y tantos otros escritores, la literatura, hablar de ella o escribirla reaviva los rescoldos y las llamas del fuego de su memoria: aquí está este segundo texto que, desde luego, antecede al tercero que ya se está escribiendo. Conviene, y los sugiero, leerlo con calma, disfrutando con la mente de todos esos lugares mágicos, de todos los episodios históricos y las anécdotas noctámbulos de un parisino inglés que, por casualidad o sincronicidad, vaya uno a saber, nació al otro lado del mundo, allá abajo, en Santiago de Chile, que ocupa un lugar agridulce en la memoria de este gran escritor que me es tan cercano. ¿Gran escritor?, se preguntarán con sorna algunos mediocres, tal vez miles, que los hay. Para afirmar eso, lo de la gran escritor, hay que saber que Edwards ha escritor al menos, dos grandes libros, sino tres o cuatro: Persona non grata, crónica de un suicidio político poco anunciado, El inútil de la familia, una novela ejemplar y cervantina y, añado, un libro de cuentos, Fantasmas de carne y hueso. Con eso me basta. Otros, de los que dicen que son grandes escritores, no puede ni compararse en sus obras escritas con este escritor al que han intentado, una y otra vez, paralizar, matar y olvidar en la literatura del mundo. Y, sin embargo, el memorioso se mueve y, lo que es mejor, escribe sin parar.