A pesar de haber lanzado casi una veintena de títulos desde 1986, rara vez The Legend of Zelda ha hecho una secuela directa. La compleja cronología interna de la serie sitúa la eterna batalla entre el bien y el mal a lo largo de múltiples generaciones, con personajes diferentes que sin embargo comparten el mismo nombre dando un paso al frente para defender la tierra de Hyrule. Tears of the Kingdom, sin embargo, es una continuación directa de Breath of the Wild, tanto en sus postulados de su diseño como en su hilo narrativo.
Ambientado apenas unos años después de la épica confrontación con Ganon, Link y Zelda deciden explorar los pasajes subterráneos del castillo real tras recibir informes preocupantes. En sus pesquisas, se topan con una caverna que alberga una siniestra figura momificada siendo subyugada por un extraño brazo luminiscente. De pronto, el cuerpo desecado cobra vida y les ataca, corrompiendo el brazo derecho de Link y destrozando la Espada Maestra. La tierra se resquebraja, Zelda cae al abismo y Link es salvado por el misterioso brazo animado. Un tiempo después, despierta en una isla en el cielo. Hyrule ha sido transformada.
Todo un archipiélago de estructuras flotantes puebla los cielos y enormes abismos se han abierto en la tierra, vías de entrada a un inframundo tenebroso. Con Zelda desaparecida, las cuatro civilizaciones del reino sufriendo estragos y la resurrección de un enemigo del pasado, los trabajos de Link no han hecho más que empezar.
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Con seis años y dos meses, Tears of the Kingdom supone el mayor intervalo de tiempo entre títulos de la serie en sus casi cuatro décadas de existencia. Para un juego que partía ya de una base sólida, podría antojarse excesivo. Sin embargo, la explicación se encuentra en sus mecánicas principales: ultramano, retroceso, combinación e infiltración. Poderes con los que Link puede construir todo tipo de aparatos de manera intuitiva, revertir la entropía de un objeto (piense el lector en Tenet, de Nolan), fusionar armas con materiales para dotarlas de habilidades especiales y atravesar los techos.
La confluencia de todas estas habilidades convierte Hyrule en un gigantesco laboratorio donde cada desafío, ya sea marcial o intelectual, admite múltiples soluciones. Mientras en la mayoría de los juegos es necesario imaginar la prevista por el diseñador, aquí, si algo debiera funcionar, lo más probable es que lo haga, por muy heterodoxa que sea la respuesta. Es de una plasticidad apabullante y un auténtico prodigio matemático que el juego pueda hacer todos esos cálculos sin romperse por los cuatro costados, lo que justificaría por sí solo el prolongado tiempo de desarrollo.
En las profundidades
Nada de esto serviría sin una sólida exploración. Hyrule puede ser la misma que en Breath of the Wild, pero el paso de los años, las transformaciones del cataclismo, las islas en el cielo y el extenso inframundo revitalizan el interés por descubrir cada secreto que guarda. Hay cierto sentimiento de familiaridad en los asentamientos, pero también anticipación por ver cómo los personajes que los pueblan, tan estrafalarios que no desentonarían en una película de Wes Anderson, han cambiado.
Las torres para desbloquear el mapa ahora te lanzan por los aires, permitiendo planear por los cielos y llegar a los sitios de manera más directa. En las Profundidades, el juego cambia de tercio por completo, con una oscuridad absoluta y un silencio que crea una atmósfera malsana y que entronca con el miedo cerval que Lovecraft sentía a los grandes espacios cerrados. Lo bucólico y lo evocador es sustituido por la angustia más opresora, que solo amaina cuando se encienden los grandes faros que, poco a poco, iluminan las estancias cavernarias.
Tears of the Kingdom es un juego de momentos, secuencias cuidadas al milímetro donde todo conspira para anonadar al jugador: el largo ascenso a la mítica arca de los cielos, la dimensión del sacrificio de Zelda, el peligroso periplo por el archipiélago de las tormentas y, sobre todo, una confrontación final con el Rey Demonio magistral, que sabe combinar como nadie la espectacularidad cinematográfica con una sensibilidad poética al más puro estilo Ghibli (La Princesa Mononoke es una influencia obvia), particularmente en sus rimas con la secuencia inicial.
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Por todo esto, resulta bastante descorazonador la renuencia de Nintendo a dotar de interpretaciones vocales a los diálogos. Tan solo un puñado de cinemáticas tienen voces y su calidad es más bien dispar, cuando todos los personajes principales deberían contar con ellas. El juego también recupera los templos, pero es una solución descafeinada que dista mucho del intrincado diseño de antaño. La extrema fragilidad de las armas sigue siendo un auténtico dolor, así como la escasez de ciertos materiales, y los diseñadores no siempre consiguen idear recompensas valiosas para todos los puzles.
En definitiva, una serie de frustraciones que empañan el resultado final pero que no deberían distraer de los avances jugables que han implementado. A la postre, lo que se queda grabado en la retina del jugador es el sentimiento de aventura, de libertad y de triunfo incontestable sobre las fuerzas del mal.