¿Nos engañan verdaderamente las representaciones de la realidad que integran esta memorable exposición? Por supuesto que no. Solo en condiciones de luz insuficiente, en escenificaciones que favorezcan la confusión y prescindiendo de los marcos podría alguien creer, aunque fuera por un momento, que algo de todo esto que vemos pintado son objetos o figuras reales, que podríamos tocar. La literatura artística, desde antiguo, ha celebrado las trampas que los pintores más habilidosos han tendido a la mirada, en cuentecillos que hablan del triunfo de la pintura con las armas de la mímesis.
Pero, ¿puede alguien imaginar que las famosas uvas representadas por Zeuxis –siglo I a.C., recordemos– fueran picoteadas por los pájaros o que este sucumbiera a la treta de su rival Parrasio, intentando descorrer la cortina pintada que le presentó en venganza? Esta leyenda tuvo, como podemos comprobar en la muestra, un fuerte eco en la pintura de la Edad Moderna, y nos da una clave importante para comprender el variopinto género del trompe l’oeil: se centra en una contienda artística. La vuelta de tuerca que el trampantojo le da al realismo permitiría a los pintores más diestros sobresalir en el competitivo mercado del arte mediante una sugestión mágica que desdibujaría los límites entre realidad y ficción.
Ningún museo español había dedicado antes una exposición a esta práctica pictórica. Una ocasión única
El trampantojo es, en la jerarquía de los géneros, uno de los menores. Como modalidad de bodegón, podía revestirse de valores moralizantes –tipo vanitas– pero a menudo se quedaba en un mero divertimento visual, lo que lo convertía en algo irrelevante para los tratadistas más serios. Y por eso nos resulta hoy moderno: presta atención a la cultura material de cada época, explora los mecanismos de la percepción, es metapictórico e incluye un componente lúdico. Pero sus destinatarios no eran los espectadores iletrados. Tuvo cierto éxito entre un coleccionismo burgués que se nutría de escenas de género, paisajes y bodegones pero también entre un coleccionismo nobiliario e incluso erudito aficionado a este tipo de representaciones, que formaban parte de los gabinetes de maravillas en su calidad de curiosidad o prodigio artístico.
Que yo recuerde, ningún museo español había dedicado antes una exposición a esta práctica pictórica, lo que acrecienta la excepcionalidad de esta revisión que hace de ella el Thyssen, atravesando países y siglos, y sobrepasando en varios sentidos los límites de la definición canónica del trompe l’oeil, no siempre con acierto.
Hiperrealismo y trampantojo no son sinónimos, como parecen insinuar el título de la muestra y ciertas obras incluidas en ella. Una representación muy detallada puede perfectamente no tener la intención de engañarnos. Para hablar con propiedad de trampantojo se requiere una ruptura ficticia del espacio pictórico, que se proyecta hacia el espacio real –esos objetos o figuras que “salen” hacia nosotros– o que, gracias al manejo de la perspectiva, se hunde en los muros o en las bóvedas, algo que ocurre sobre todo en los trampantojos arquitectónicos pero también en las tipologías de alacenas, librerías o gabinetes, puertas o ventanas. También invitan a un engaño que tiene que ver con el espacio las pinturas que representan esculturas, por lo general en grisallas de retablos, o en cuadros de devoción o de altar que, en la oscuridad de la capilla o del templo, podrían pasar por tallas; en esas obras, es reforzada la habitual ilusión de tridimensionalidad que persigue la pintura.
De todas estas modalidades hay en Hiperreal. El arte del trampantojo magníficos ejemplos –de la última no tantos– que sus comisarios han sido capaces de localizar y traer en préstamo, algo tan complicado en estos tiempos, desde numerosísimos museos europeos y estadounidenses. Es, en verdad, una ocasión única.
No voy a desmenuzar la estructura de la muestra, que es con excepción de la última sala perfectamente adecuada, o a enumerar a todos los artistas destacables, que son demasiados, sino que me centraré en unos aspectos que me parecen dignos de atención. Uno de ellos es la obsesión de los pintores de trampantojos por “sujetar” las cosas para que no caigan, por la gravedad. Lo vemos ya en la primera sala, donde se alinean bodegones con alimentos de distinto tipo colgados de un cordón –el besugo de Bartolomé Montalvo, las uvas de El Labrador, la perdiz de Jan Baptist Weenix–, pero también en la dedicada a los tableros o muros con objetos suspendidos de clavos –cornamenta de Jean-Jacques Bachelier, armas de Vicente Victoria y Jacobus Biltius– y en la que explora el subgénero del quodlibet –documentos, grabados, dibujos agarrados con cuerdas o tiras de piel de los maestros Samuel van Hoogstraten y Cornelius Gijsbrechts o de tantos seguidores–. Todas esas cosas, a menudo a tamaño natural, quedan en primer plano, en vilo y a mano. Para que las podamos “tocar”, desatar, desclavar. La sugerencia del peso fortalece su fingida materialidad, la ilusión de presencia.
Hay una variedad de trampantojo que podría calificarse de “parcial”: son pinturas normales, por lo común un retrato o un bodegón, en los que solo uno o varios elementos parecen sobresalir hacia nosotros –un brazo, una mano, unos objetos– o en las que un detalle se ha “adherido” a la superficie pictórica insertando así un plano añadido de ficción entre la representación y la realidad. Ese plano intermedio es digno de particular observación pues se genera con la simple superposición de un elemento en trompe l’oeil pero tiene interesantes implicaciones: una cortina, un cartelito o la musca depicta, motivo al que André Chastel llegó a dedicar un estudio.
Las cortinas –reparen en las que tapan parcialmente las composiciones de Gijsbrechts, Philippe de Champaigne, Gerrit Dou, Adriaen van Gaesbeeck– aluden sin duda al mito de Parrasio pero también a un uso habitual en viviendas o iglesias, donde las pinturas se cubrían a veces con ellas para protegerlas del polvo o con fines litúrgicos; las moscas –busquen las que se posan en las obras de Osias Beert, Johann Caspar Füssli, Vicente Victoria y Pierre Ducordeau– tienen también su leyenda, según la cual Giotto pintó una sobre una tabla de Cimabue en ausencia de este del taller y, cuando el maestro regresó, quiso espantarla. Lo mismo se cuenta de Squarcione, en respuesta a la broma de su discípulo Andrea Mantegna (por cierto, atiendan al San Marcos, primera obra conocida de su mano). Tales patrañas dejan ver la intención de esos diferentes ingredientes “superpuestos”: demostrar el virtuosismo ilusionista de los autores. Pero, además, a ojos de hoy, nos interesa en ellos la problematización de la representación que llevan a cabo.
Las viejas disquisiciones sobre el ilusionismo se reflejan también en la participación del trampantojo en el paragone o competición entre la pintura y la escultura que fue planteada en el Renacimiento pero que todavía dio coletazos en el Barroco. En esa guerra, al ser capaces de simular el volumen en cuadros que “contienen” esculturas, los pintores se sentían vencedores. Una de las salas nos ofrece exquisitos ejemplos, en particular franceses, de este tour de forcé: Chardin, Jacob de Witt, Joseph-Marie Vien y ¡qué finura! Jean-Étienne Liotard.
Es buena idea traer hasta la actualidad esta tradición que ha pervivido durante siglos. Pero la selección de obras recientes, que van apareciendo en el recorrido y protagonizan las últimas salas, es desafortunada. Algunos sí están bien traídos… pero no dan la talla. Otros ni siquiera. Afean la exposición. Se abren las carnes al ver en la misma habitación el subyugante La tierra, de Arcimboldo –que escapa al género–, y el amasijo de redes de Gerardo Pita. Lo mejor, Lluís Hortalà, que enriquece el discurso con un ejemplo de trampantojo arquitectónico. Aunque mal ubicado: se mostraba mejor en ARCO, encajonado. Sin escenificación no hay verdadero engaño.