Vista de la exposición
Durante veinte años Lluís Hortalà (Olot, 1959) dibujó, pintó y esculpió montañas, con las sutilezas conceptuales y perceptuales propias de lo contemporáneo y, al tiempo, el pulso de la piedra, aprendido en su experiencia como escalador. En 2014 dio un paso inesperado: se fue a Bruselas para hacer un curso de pintura decorativa en la escuela Van der Kelen-Logelain, sin saber de cierto para qué le iba a servir esa anacrónica habilidad. Y lo que desde entonces ha hecho es falsificar mármoles ("piedras domesticadas"), lo cual resulta aún más extravagante -lo digo con admiración- que darse a las montañas. Pone al día con ello la larga tradición de la arquitectura fingida, es decir, la sugestión de espacios más grandes y materiales más ricos a través de la pintura: desde Pompeya, los artistas han "marmorizado" muros, elementos decorativos e incluso traseras de tablas, con intenciones no solo suntuarias sino también, en ocasiones, simbólicas.Hortalà se retrotrae además, en este tour de force técnico y retruécano meta-artístico, a un momento muy concreto en la Historia: 1793. En ese año fueron guillotinadas las dos protagonistas de la enigmática escenificación que ha ordenado en la galería, variante de la que ya hizo en RocioSantaCruz (Barcelona): la reina María Antonieta y la amante de Luis XV, Madame du Barry, personificadas irónicamente en sendas chimeneas de fingida piedra, una barroca y otra clasicista. Estos retratos "escultóricos" no son como los diversos bustos de mármol que celebraron sus encantos; el artista opta por una forma de representación metonímica que quizá hace referencia a la manera en que, desde sus habitaciones privadas, las consortes, supuestamente ornamentales, ejercían su no tan pequeña parcela de poder.
Hay más: recorriendo la base de la pared, encontramos una reproducción del zócalo que "ennoblece" las salas de la National Gallery de Londres. La pieza, titulada Guillotina, rememoraría la coincidencia en el tiempo, señalada por Georges Bataille, de la apertura del Museo de la República (el Louvre) y de "el Terror", esos meses en que el Comité de Salvación Pública, del que formaba parte Robespierre -Hortalà le dedica otro trampantojo marmóreo, visible en la sala del fondo-, hizo rodar innumerables cabezas de enemigos de la Revolución. La narrativa latente en la exposición pierde coherencia aquí, pues la National Gallery corresponde ya a otra época: no tiene su origen en la nacionalización de una colección regia como el Louvre o el Prado sino en la adquisición de una colección privada, y el edificio en Trafalgar Square se inauguró más tarde, en 1838. Pero, en fin, se trataría de subrayar que en el cadalso y en el museo se celebra el espectáculo de la muerte.Los fingimientos pictóricos de Hortalà nos hablan de imágenes y materia, de pasajeras modas estilísticas
Hay otra pieza, Edicto, en plastilina sobre el muro, que es menor en todos los sentidos y que vendría a recordarnos el papel del tacto en la neutralización de las ilusiones ópticas. Hortalà subraya que los fingimientos pictóricos suceden en objetos muy verdaderos que no ocultan sus mecanismos; las agigantadas bocas de las chimeneas, o flotantes embocaduras teatrales, nos hablan, en francés y en voz baja, sobre las imágenes y la materia, sobre las pasajeras modas estilísticas, sobre la connivencia entre prostitución y nobleza. O sea, sobre el arte.
@ElenaVozmediano