Terrareo, 2014 -de la serie Habitatas, 2010- (detalle) | ©Vegap
No se ha visto mucho la obra de Bene Bergado (Salamanca, 1963) últimamente, de modo que al ofrecerse esta oportunidad he tenido un doble juego de expectativas. Por un lado, las que se derivan del reencuentro con las imágenes de su trabajo anterior, y por otro, la curiosidad sobre lo que fue de ella en estos años y lo que la exposición pudiera aportar.En el MUSAC encontramos un poco de todo esto. El recuerdo fragmentario de las obras que quedaban en la memoria (las monas de finales de los 90, los bebés-cochinillo y las diversas osamentas modificadas…), es superado por lo que podría parecer una retrospectiva, si no fuera porque las instalaciones de los últimos dos años ocupan la mayor parte de la exposición. En el conjunto, se nos devuelve a una Bene Bergado reconocible en un aire de familia del que participan otros artistas activos entre los 90 y la primera década del nuevo XX. Un corte generacional que en algún momento habría que describir con más rigor. Me refiero a esa poética after-pop, en clave escultórica y objetual, tocada por lo escatológico y por la infiltración ya asumida de lo artificial en la naturaleza. En este caso, con una personalidad y unas aportaciones que aparecen retomadas con una saludable distancia.
En esa órbita de temas, no faltan en Bergado las hibridaciones entre lo humano y lo animal, tampoco las distorsiones de los cuerpos, las claves femeninas de lo posthumano, o la acumulación de los contenedores en los que conviven nuestros residuos. Carne y plástico se confunden buscando la calculada ambigüedad de los objetos que recuerdan formas corporales o biológicas. Ahí están, por ejemplo, esos Huevos de basura III (2016), huevos metafóricos y sobredimensionados, con sus inscripciones punteadas como las fechas de caducidad, que contienen basura acumulada y que, recogidos en redes, se suspenden sobre las cabezas de los espectadores.
La exposición aprovecha las salas cuatro y cinco para ofrecernos en realidad una secuencia de instalaciones bastante escenográficas. Rehúye la sucesión de objetos fetiche de la artista para asumir el desafío que plantean los espacios del museo de un modo más ambicioso. Incluso relegando parte de esas obras de las últimas décadas a un formato de puro almacenaje. Así la exposición comienza con Fosa (2016), una piscina artificial de goma con pilas plastificadas en el fondo y objetos flotantes envueltos con una cobertura de poliuretano lacado. Y un poco más allá, al fondo, tenemos otra titulada con buen tino Gliptoteca (2016), que es un montaje de corte archivístico, pero no por ello menos teatral. Allí encontramos piezas de varias épocas dispuestas en estanterías metálicas, precisamente las que constituyen el universo más reconocible de Bergado.
En resumen, la exposición vale la pena, tanto por la recuperación de la artista como por la recarga de sentido que aporta el montaje. Un tanto impostada la alusión a Persona, la película de Igman Bergman de 1966, que además da título a la exposición. Lo que hay en las salas tiene poco que ver con la obra cinematográfica. Al margen de estas evocaciones un poco forzadas, la exposición permite ese reencuentro esperado y la revalorización de un trabajo que habrá que tener en cuenta en esa revisión del arte desde los 90 hasta hoy.
@avistando