Detalle de la instalación La economía lo dicta todo, 2016
Pensar la pintura o, mejor, pensar en pintura es lo que hacía y continúa haciendo Miquel Mont (Barcelona, 1963). Lo hace incluso cuando imparte esas conferencias, que tienen mucho de performance, en las que extiende, como se extiende el color en algunas de sus obras para escapar de su soporte, los límites de una técnica que se ha convertido en disciplina. De repente, en medio de la actuación, se cae en la cuenta de que todas las imágenes que proyecta se han transformado en otra cosa, el motivo ha desaparecido, la anécdota se ha borrado, han sido negadas y se han hecho pintura, la suya.Conoce tanto esa disciplina de la pintura, las normas que la rigen, las leyes que la gobiernan, los trucos que utiliza, que puede ir contra ella sin terminar de romperla. Para matar al padre primero hay que saber quién es, aunque él nunca llega a hacerlo. Mont le somete a un suplicio, pero sólo lo deja herido. Lo descoyunta, le rompe los miembros, para hacerlo más flexible, más elástico, como un chicle de ese tono rosa que tanto le gusta. A veces se burla, parodia, se ríe de aquello que muchos han pensado, han teorizado, han definido como pintura pura, que quizás no es lo mismo que pura pintura porque esta vez el orden de los factores sí parece alterar el resultado. Y aplica todo lo aprendido, la experiencia acumulada, el saber hasta dónde se puede llegar cuando piensa en pintura, tal y como se puede comprobar en la exposición que le dedica ahora la galería Formato Cómodo de Madrid.
Es una exposición en la que va un poco más allá. Fuerza, llevándolos casi al extremo, algunos de los recursos que usó en los trabajos que mostró en la Fundación Suñol de Barcelona hace poco más de un año. En esta ocasión es la galería la que le ha servido de punto de partida y de soporte para realizar lo que podría considerarse un gran collage que se divide en otros más pequeños.
Fueron los muros gruesos de edificio antiguo del centro de Madrid, con revoco pero sin cubrir, rompiendo con la regla del cubo blanco de los espacios para el arte contemporáneo, los que le atrajeron desde el primer momento. Estaban marcados, las huellas del tiempo se hacían visibles en ellos y contaban una historia o varias, las de la actividad de la galería, las de todas las exposiciones que allí habían ocurrido. Como él mismo confiesa, decidió actuar sobre ese tiempo que había quedado suspendido, como sucede de algún modo con el tiempo de ahora, un instante de crisis, de emergencia, de estado de sitio, de suspense, en el que no hay fin. Y en toda la exposición hay algo de inestable, de inquietud, de non finito, quizás por los materiales que utiliza, muy precarios.
Ya no hay óleos, ni tampoco acrílicos, sino plásticos de colores vivos, cartones y papeles que se pegan a las paredes construyendo capas. Este artista no juega con la transparencia, sino con lo translúcido y lo que opaca, lo que impide la lectura, como sucede en esos textos tachados casi en la entrada, o lo que la dificulta, como si esas pinturas no pintadas fueran palimpsestos que sólo se hacen inteligibles si se es muy paciente.
Es una exposición exigente, que necesita la complicidad de los visitantes y les pide que se esfuercen para no quedarse en la superficie, lo superficial, esa piel de la pintura de la que tanto se habla. El collage, los collages de Mont pueden parecer planos, pero no lo son porque están cargados de profundidad. Son historia, porque piensan la de su disciplina; cuentan historias, las que ya estaban allí, y ayudan a escribir las que en algún momento llegarán.