Vista de la exposición
Hace apenas un año, en la exposición de Generaciones 2013, ese concurso que es una cita imprescindible para conocer la producción artística española más reciente, destacaba una obra que interrumpía el paso, que obligaba a pensar si saltarla, con cuidado, porque era frágil, o rodearla, fijándose también en no tropezar, porque un simple toque la alteraría. Era una pieza de suelo de Julia Spínola (Madrid, 1979) que pertenecía a una serie que se titulaba Frase (objeto), una frase en la que cada palabra podría parecer corresponderse a un objeto o, quizás, mejor, en la que los objetos podrían corresponder a los silencios que quedan entre las palabras, a esos vacíos de los que apenas uno se da cuenta pero sin los que no se encontraría el sentido, a esas pausas necesarias, imprescindibles incluso para respirar, que crean el ritmo y dan el tono de lo que se dice.Eran cosas que de tan cotidianas podrían pensarse sin importancia: un vaso, un muelle, un bote, y un zapato, que de pronto adquirían significado por lo que no estaba allí. Se hacía evidente que faltaba algo, que alguien estaba ausente, que el que había dicho -o escrito- la frase se había marchado. Hubo un cuerpo que utilizó los objetos como parte de una particular coreografía que era un intento de lenguaje. La frase hablaba de algo que había ocurrido y, por el simple hecho de intentar reconstruir la acción, de pronto se hacía presente, sucedía.
La ausencia y el vacío están de nuevo en la que es su primera individual en una galería en Madrid, antes incluso de entrar, en esas cajas que frente a la puerta están esperando, aguardando a ser llenadas, a que alguien acabe lo que puede que ella no se atreviera a hacer. Vacío y lleno que se repiten dentro porque el espacio ha quedado partido: a la izquierda no hay nada, todo está en el lado de la derecha, aunque también podría ser al revés, depende de la situación. Es como si una línea invisible lo dividiera, creando una extraña tensión, similar a la que se produce cuando nos percatamos de que entre una escultura y su pedestal hay un hueco que pasa desapercibido pero que es el límite que marca lo que es obra y lo que no lo es, una frontera sobre la que la artista ha trabajado en algún proyecto anterior. Izquierda y derecha, zurdo y diestro, otro par de opuestos que da título a la muestra, Uno zurdo, y uno diestro, y uno zurdo y uno diestro, y definen el gesto que la artista (ahora ella como límite, su cuerpo como frontera, aunque esté de nuevo fuera) ha llevado a cabo con las manzanas que se encuentran en el suelo al tratar de pasarlas de un lado al otro, quebrando la división.
Estas frutas de dos amarillos distintos se vinculan con las tablas de tonos parecidos, nunca podrán ser idénticos, que cierran la plataforma que interrumpe la sala. La plataforma está inclinada igual que la cuesta que lleva de casa al estudio y del estudio a casa, que tiene que subir y bajar en el transitar diario. Una calle que ha determinado la forma en la que se han construido las cajas, las que están en el exterior y las que están pegadas a la pared en el interior. Son escenarios rotos por lo que podría ser un túnel, iguales y distintos porque en cada uno ocurren cosas diferentes, como en el recorrido que ella hace día tras día. No se encuentra lo mismo en un lado y en el otro, en una acera y en la otra: puede no haber nada o hay cartones que se han caído y tacos de madera que quedan en equilibrio. Alguna de ellas ha sido tapada y no se permite mirar dentro, ver lo que pasa, sin embargo se intuye que algo sucede, porque las obras de Spínola siempre suceden, son sucesos.