La prueba, 2013
Uno de los caminos que ha seguido la pintura desde las vanguardias, ha sido la investigación sobre el propio medio, sobre aquello que le era propio. Una búsqueda de la pureza que a veces iba en contra de la misma pintura porque había que traspasar los límites y en este atravesar, podía quedar dañada, tanto como para que algunos afirmasen que la pintura estaba muerta. Sin embargo, su capacidad de recuperación, ese "la pintura ha vuelto", un recurso de la crítica que funciona muy bien como titular, ha demostrado que nunca se fue, que continua aquí, muy presente. Cuestionarla, ponerla en evidencia, estirarla, forzarla hasta romperla, no significa que esté acabada, sino quizás lo contrario, que todavía da de sí, que aún tiene muchas posibilidades. No sólo posee un pasado, sino que tiene futuro.En este transitar de la pintura, una de las voces que se alzó con más fuerza, fue la del crítico del expresionismo abstracto Clement Greenberg, una figura antipática, violenta y autoritaria que dominó el arte de una época decidiendo quién ganaba y quién perdía en un juego del que no sólo era el árbitro, sino en el que también imponía las reglas. En este reglamento se incluía lo que él pensaba como exclusivo de esta técnica: la bidimensionalidad. Esta reivindicación de lo bidimensional atacaba la consideración del cuadro como ventana, de la tela como un espacio de la ilusión, pero Greenberg cayó en la trampa que él mismo se había tendido al olvidar que el cuadro es en sí un objeto, que tiene volumen, que sobresale; que las gotas y los chorretones de pintura de Pollock hacían posible leer el proceso como si fuera escritura en relieve, y que los campos de color de la abstracción postpictórica eran paisajes con horizonte.
Es sobre las posibilidades de lo pictórico con las que ha trabajado Guillermo Mora (Alcalá de Henares, 1980) en los últimos años, convirtiéndose en uno de los artistas más personales de su generación. Su obra se queda siempre en los límites, en un estar entre, en ser una cosa y otra, pintura y escultura al mismo tiempo, o en ser una cosa en otra, pintura en la escultura, porque ya no es obligatorio decidirse, tampoco definirse. Así sucede con esos retratos que habitan la galería, hechos dejando secar dos masas de acrílico de diferente color, bustos que tienen nombre propio, que son el recuerdo de los amigos perdidos, una memoria que es de ellos y también del autor -Mitad tú, mitad yo, se llaman- y que explican muy bien el carácter de esta exposición. Se trata de un mirar atrás, de una vuelta a la intimidad del estudio, de un quedarse quieto para seguir avanzando, de buscar los instrumentos que le permitan alzarse, tal y como sugiere el título de la muestra, El año que no crecí, que alude a un momento de su propia vida que ha quedado reflejado en esos círculos de estuco, teñidos o pintados, que se superponen para crear una escalera con la que elevarse.
Hay que salvar los obstáculos, parece decirnos también en La prueba, unos rollos de papel enrollados y con la pintura agrietada que, uno sobre otro, estorban en el recorrido y casi hay que saltar. Una puesta en escena que se hace evidente en Me caigo y me levanto, en la que los mismos rollos arruinados, esta vez ensartados en sogas y colgados del techo, recuerdan a una marioneta a la que se le han destensado los hilos que la manejan. Se trata de un peculiar autorretrato, como lo es ¡Buh!, ese fantasma que nos observa durante la visita y que sólo se descubre al salir, una figura hecha de plastilina, en la que han quedado marcadas las huellas del pasado, pero que es blanda, maleable, quizás no del todo formada, o deformada, porque al final de lo que se trata es de aprendizaje. El año en que no hubo crecimiento, fue quizás cuando más aprendió.