Pintura de paso, 2012

Galería Formato Cómodo. Lope de Vega, 5. Madrid. Hasta el 16 de julio. De 1.500 a 2.500 €.



Al entrar en la galería hay un momento de prodigioso desconcierto. Sabemos que Javier Campano (Madrid, 1950) es fotógrafo, aunque aquí ha querido sorprendernos mostrando sus hasta ahora pinturas secretas. Todo lo expuesto rebosa color. Ante los ojos se despliegan compactas, contrastadas y seductoras series de abstracciones geométricas, un auténtico festín para la mirada. Reconforta y alienta permanecer ahí, a una cierta distancia de las obras, contemplando el conjunto, los saltos cromáticos de unas a otras, el linaje familiar al que pertenecen, la sucesión chispeante que proponen...



Sin embargo, la sólida trayectoria de Campano, iniciada hace 35 años, se ha basado formalmente en la fotografía en blanco y negro, algo que al principio era lo predominante entre los fotógrafos profesionales y aquellos a los que Campano admiraba, y que con el paso de los años se ha convertido en un sello de identidad y una manera de certificar cierto entendimiento singular del oficio. En su caso, la del fotógrafo paseante, permanentemente armado de su cámara y que encuentra en el fluir del día y el deambular por la ciudad los discretos y directos motivos de sus tomas. Las imágenes del artista se caracterizan por la intensidad del negro y sus muchos tonos, más sólidos que opacos; también, por la organización y estructura geométrica, que cuando no es proporcionada por el lugar o el encuadre, lo hace por la contraposición de negros, blancos y grises. Por último, está su preferencia por recoger lo que la luz construye con las formas.



Vista de la exposición





Esas mismas líneas de fuerza son, curiosamente, las que dirigen estas otras fotografías suyas en color -colores encontrados, a la manera duchampiana-, cuya procedencia es tan sencilla y discreta como otras antes retratadas. De paseo por las calles, Campano aísla un fragmento de la realidad urbana: trozos de paredes pintadas; informes desconchones y ordenadas láminas de persianas; juegos de líneas que establecen las jambas y los cierres metálicos; estructuras de muros, contraventanas y falsas celosías… Todo con una humildad material casi escandalosa, de la que parecería imposible establecer conexión alguna con la pintura moderna. Él lo hace y con una extraordinaria potencia no sólo formal.



De entre los colores, el más frecuente, aunque pudiese parecer mentira, es el negro: negro de las sombras arrojadas por los objetos contra las paredes, negro de los huecos y bandas excavados en los muros, incluso el negro brillante de las pinturas industriales. Negros que recuerdan a Motherwell y a Matisse y a José Guerrero. También el rojo, los carmines, bermellones, rubíes y corintos. Muchas tierras, desde los anaranjados pálidos y los delicados ocres hasta los canelos y castaños profundos. Algunos evocan, también, las primeras pinturas geométricas de su hermano, Miguel Ángel Campano, que fotografió tantas veces, y en las que creo ver algo de íntimo homenaje en la edad madura. Verdes, amarillos y blancos cruzados que componen un Lichtenstein.



No quiero decir ni de lejos que Campano copie a los maestros, sino que sus visiones son equiparables a las de los pintores mayores. Aunque las suyas sean pinturas casuales, su ojo es igualmente un ojo maestro.