Paisaje, 1912
La exposición de María Blanchard en el Museo Reina Sofía, una de las artistas más importantes del siglo XX, es la más completa retrospectiva que se ha hecho nunca de su obra. Esconde no pocas sorpresas.
Nacida el mismo año que Picasso y fallecida cuarenta años antes que él, María Gutiérrez Blanchard, una de las artistas más importantes de la primera mitad del siglo XX, no ha gozado nunca de la "leyenda" del malagueño, que aúna románticamente su vida con su producción artística a niveles mitológicos. Por el contrario, parece acumular sobre sí las desgracias físicas y el rechazo de la sociedad, en la que únicamente encuentra acomodo entre sus iguales, los artistas, y que ha llevado hasta ahora y salvo excepciones las interpretaciones de su obra a una empalagosa mezcla de conmiseración y tópicos femeninos.
La cocinera, 1923 (detalle)
La muestra, ubicada en la laberíntica tercera planta del museo, es una antológica con rigor académico, subdividida en tres secciones que siguen un orden cronológico y ciertas agrupaciones temáticas: se ocupan de la obra de formación, 1903-1913, de su producción cubista, con una etapa deslumbrante entre los años 1913 y 1920 y, por último, de las obras figurativas que realizó entre 1919 y su muerte. Es una exposición aparentemente sencilla, de fácil seguimiento y que esconde no pocas sorpresas a la vez que plantea más de un dilema.
Mujer a la madolina, 1916-17 (detalle)
En sus obras cubistas, muchas de ellas de una exquisita factura, como ocurre, por ejemplo, con Composición cubista, de 1916, o Naturaleza muerta con relieve, del año siguiente, sobresalen la fuerza y el protagonismo del color, a la vez que hace un uso de las grandes superficies vacías como estructuradoras de la forma.
De sus obras figurativas, algo extrañas a nuestra sensibilidad contemporánea, lo que más me atrae es su capacidad de reinterpretación de modelos clásicos -Jean Fouquet, Edouard Manet-, lo que confirma la urgencia de un conocimiento profundo y científico de la materia mental de la que está hecha la gran pintura. También la densidad formal y expresiva de sus obras, que aprovechan todo lo aprendido en la experiencia cubista para hacer de la superficie pintada, amén de madres, mujeres desnudas, hombres tristes o niños, un campo visual ordenado y cambiante a un solo tiempo.