Delacroix. El triunfo del color
Delacroix. De la idea a la expresión (1798-1863)
28 octubre, 2011 02:00Mujeres de Argel en sus habitaciones, 1834
Es la mayor retrospectiva del pintor francés desde hace medio siglo. Más de 130 obras se reúnen en Caixaforum Madrid, con la colaboración del Museo del Louvre, en una muestra que presenta la obra de Delacroix al completo.
Eugène Delacroix (1798-1863) fue un pintor superdotado. Desde muy joven, cuando afirmaba "seré todo o nada", demuestra un talento excepcional. ¿Cómo es posible que apenas con veinte años realizara esa pequeña acuarela Cama desecha, donde prueba su maestría en la distribución de acentos de luz entre el amasijo de masas monocromas de las sábanas arrugadas? Ya en su madurez, le contestaría a Baudelaire, el más perspicaz crítico que reconoció en él al pintor de la vida moderna: "Me tratáis como se trata a los grandes muertos". Es el gran pintor romántico y el crisol en el que se ponen a prueba los maestros de la tradición para engendrar el triunfo absoluto del color que alumbrará el nacimiento del impresionismo y, después, la pintura moderna, cuyo elemento fundamental es el color.
Polémico y controvertido en su propia época, también ofende a nuestra mirada, ante la impudicia y la violencia tan frecuentes en sus telas. Al comienzo, nos topamos con la pintura libertina El duque de Orleans mostrando a su amante: la sábana, a modo de cortina, siega en dos el cuerpo desnudo de la joven, expuesta a la mirada de su marido y de su amante, uno de esos ejercicios de pincel-falo que le haría merecedor del homenaje de Picasso. Y después vendrán raptos, duelos de hombres y fieras, saqueos y matanzas: todo un repertorio del terror. Tampoco escatima lo escabroso y ni siquiera lo sarcástico, tan presente en sus grabados. Buen caricaturista, en sus escenas más ordenadas las figuras tienen algo de parodia.
Su dominio es el movimiento, pautando torbellinos y espirales en la composición, donde las contorsiones imposibles de las figuras resultan más veraces. Y sangre, mucha sangre, que brota aquí y allá: es el "rojo Delacroix", fresca y ya seca, a borbotones y tamizada; incluso en los cuadros más reposados, cuando los personajes parecen abstraídos, tiñe las escenas con el aroma de la desesperación. Como un eco del propio élan vital del artista, taciturno y reflexivo, siempre a la búsqueda de la conmoción que asombrara al espectador, y, en el fondo, sólo sensible ante la seriedad del sufrimiento en soledad.
La desesperación es un sentimiento que conocía bien. Como ya subrayó Guillermo Solana en su edición de los Diarios de Delacroix, el sentido epigonal que padecía el artista ante la gran tradición pictórica desde el Renacimiento, "insuperable", le llevó a retar, emular e intentar humillar a los maestros. Se mide con Correggio, Tiziano, Veronese y Rubens. Pero ¿cómo no reconocer ya, en sus juveniles estudios de desnudos, la frialdad descarnada y turbadora de los cuerpos de Lucien Freud? Entonces, su interés por Byron le llevaría a rivalizar con el estilo inglés coetáneo, como prueba aquí el elegante Retrato de Louise-Auguste Schwiter. Por sus aptitudes expresivas y soltura con los paños, Delacroix pudo haber sido un gran retratista pero su sinceridad, que siempre subrayaba la asimetría en los rostros, le apartaría de este género, por otra parte demasiado estático para su terribilitá.
Caso aparte, quedaría Goya y sus pinturas negras, de las que fue ferviente admirador. Como el genio español, el pintor se muestra displicente con los ritos de la Iglesia y el grabado para el Mefistófeles de Goethe alienta su inspiración poética goyesca, en homenaje a Los caprichos. En esta vertiente, ha sido una opción audaz del comisario Sébastien Allard, conservador del Museo del Louvre, presentar la serie de pinturas de la pasión de Cristo, poco conocidas, y que, si bien muestran sus dotes para el patetismo, hacen entrever la proximidad existente para Delacroix entre la figura cristiana y el prototipo del artista, aquí representado como Miguel Ángel, en la zozobra del drama solitario.
La exposición presenta algunas de sus más importantes pinturas de historias, casi siempre convulsas, como el Combate de Giaur y Hassán, y el Esbozo de La muerte de Sardanápalo, tema extraído del drama homónimo de Byron, que representa la orgía de sadismo del final del tirano y que, por su genial composición, ha sido objeto de estudio e inspiración para el fotógrafo Jeff Wall, en su The Destroyed Room. Y, como era de esperar, un lugar especial ha sido reservado para Mujeres de Argel en sus habitaciones, préstamo excepcional rodeado por otros cuadros de pintura orientalista, con los que se pretende enfatizar el paso de Delacroix por España. También es de calidad sobresaliente El naufragio de Don Juan, inspirado asimismo en Byron, pero que hoy podemos admirar como una decantada prefiguración pictórica de las impactantes fotografías de pateras con desahuciados en nuestro Estrecho.
Además, se ha dedicado una sala a su vuelta al clasicismo al final de los años treinta. Bien sea por la aversión de todo artista a las etiquetas, o bien porque todo lo romántico se vuelve clásico en dos generaciones, en su madurez Delacroix rechazó el calificativo de "romántico". Destaca el San Sebastián socorrido por las santas mujeres, inspirado en las composiciones de Rubens y Van Dyck, aunque aquí haya quedado colgado a contracorriente: atención, requiere ser contemplado desde el ángulo izquierdo. Y después, con el gran cuadro Medea furiosa, inspirado en Correggio, y junto a sus esbozos, comienza el disfrute de descubrir el proceso con el que el pintor perfeccionaba sus composiciones, recortando motivos en el fondo que podían distraer la atención del contemplador y ajustando las sombras al milímetro para condensar el espacio y cerrar la efigie de la figura protagonista.
Este es el atractivo juego que nos depara el final del recorrido, cuando volvemos a las escenas violentas de caza de fieras, pero ya fijándonos solamente en las masas y pinceladas de color: ¿no es, acaso, el Esbozo de La caza de los leones uno de los mejores cuadros abstractos que hayamos visto jamás? El epílogo, con las pequeñas vistas marinas, vale para evidenciar cómo su legado pasaría de Manet a Monet y de ahí, a la abstracción contemporánea. Poco antes de su muerte, Delacroix escribía "la pintura no necesita siempre un tema".