El diario pintado de Eduardo Arroyo
Muerte de Nabokov, 2003
Los clásicos definían el epigrama como un poema breve que aborda un solo hecho o idea con la máxima concisión y con un rasgo de ingenio. La pintura de Arroyo siempre ha sido aguda y afilada como los viejos epigramas. Por ejemplo, en su manera de tratar a los maestros del pasado, con una actitud en apariencia irreverente y en el fondo tan piadosa. La mitad de esta exposición consiste en una serie de versiones a partir de algunos famosos grabados de Durero, como la Melancolía, San Jerónimo en su estudio, El caballero, la muerte y el diablo o La gran prostituta de Babilonia (del Apocalipsis). En estos homenajes, el formato original se dilata hasta las dimensiones de un decorado y la composición clara, legible, del grabado se trueca en un puzzle de iconos incongruentes entre sí. Son pinturas brillantes y estrepitosas, en el formato habitual de las composiciones monumentales, decorativas y alegóricas de Arroyo.Pero la parte más original, más radical de esta exposición, rehuye ese gran formato. Se trata de 107 óleos pequeños (siempre del mismo tamaño: 33 x 24) que constituyen un diario pintado, realizado a lo largo de dos años y medio (del 6 de diciembre de 2001 al 10 de mayo de 2004) a base de un cuadro por día (el conjunto de la serie, acompañada por los textos del pintor, está recogido en un jugoso libro editado por Turner). En 1966, On Kawara comenzó la serie de sus Date Paintings, en cada una las cuales pintaba, con letras blancas sobre fondo oscuro, la fecha del día. Si On Kawara vaciaba los días haciéndolos idénticos uno a otro, el diario de Arroyo es exactamente lo contrario, una catarata de incidentes, anécdotas, souvenirs, enigmas, chistes, greguerías, acertijos. Estas páginas impertinentes y maliciosas, a veces tiernas, siempre humorísticas e inteligentes, producen, una tras otra, un extraordinario efecto acumulativo, como el de aquellos deliciosos Crímenes ejemplares de Max Aub.
En las páginas de este diario hay muchos personajes familiares: retratos al minuto de escritores, pintores, boxeadores, luchadores enmascarados donde asoma el peculiar culturalismo de Arroyo, su fetichismo de ciertos géneros, de ciertos nombres. Pero los verdaderos protagonistas son los animales: bestias que vienen de los cuentos infantiles (el lobo de caperucita), del cine de Disney, de la mitología (el toro raptor de Europa), de la pintura (los perritos de Tiziano o Degas), o de la prensa, como ese jabalí que apareció muerto en la calle Mejía Lequerica. Son nuestros animales totémicos, nuestros esclavos y hermanos, siempre dispuestos a la fábula, a posar para escarmiento y edificación de la humanidad.