Prudencio Irazábal, luz que no tiene noche
Sin título, 2003
Nacido en Puentelarrá, álava, en 1954, Prudencio Irazábal reside desde 1986 en Nueva York, ciudad en la que ha cimentado su carrera profesional, y ha expuesto en tres ocasiones, 1995, 1998 y 2001, en la Jack Shainman Gallery. Su primera muestra en España fue en la desaparecida galería granadina Palace, ciudad que le dedicó su primera retrospectiva hace dos años, bajo el sugerente título, El hijo del cristalero. En Madrid ha expuesto también, en dos ocasiones, con la galería Elba Benítez. Ahora prepara una segunda revisión de su obra para el Artium de Vitoria
En un cuestionario que le propuso Alfonso Armada, en vísperas de su primera retrospectiva en España, celebrada en abril de 2002 en el Palacio de los Condes de Gabia -pues recordemos que la presencia de Irazábal entre nosotros se limita a dos muestras, en 1992 y 1995, en Elba Benítez, y a su participación en una colectiva, junto a Callum Innes y Bernard Frize en esta misma sala el año pasado-, al término "luz", respondía: "Puedo hablar de color; de luz, no. El color es el medio. La luz es el final. Para mí el color es la encarnación de la luz. Pero no puedo hablar de la luz, porque es una esencia demasiado divina, demasiado por encima de nuestra capacidad. Y tampoco me pongo como objetivo trabajar con la luz, con el medio pintura. Para mí la luz está fuera, y tengo que manipularla para meterla en el lienzo. Pero directamente no puedo tocarla. Tengo que crear una luz, pero no pienso en la luz. En lo que pienso es en el color".
Color ahora especialmente saturado, intenso, que desde detrás de su piel, proyecta o emite un espejismo de luz. Barry Schwabsky, su introductor en el catálogo de la exposición antes citada, apreciaba en Irazábal una disidencia con la modernidad pictórica en su "aceptación del ilusionismo como elemento vital de su pintura y en su fascinación por la profundidad espacial", y, ciertamente, estas pinturas no tienen aparentemente espesor y, sin embargo, vislumbramos un más atrás en ellas, como si de algún modo pudiésemos hurgar entre el color o sumergir nuestra mano hasta lo hondo que alcanza la mirada.
Schwabsky anotaba otro detalle que prueba, igualmente, ese voluntario alejamiento de las convenciones de la modernidad, su aceptación de "la noción de acabado como algo vital para su obra." Son piezas impolutas, en las que es imposible atisbar siquiera la mínima confidencia de una pincelada, hechas mediante deslizamientos o rociados del pigmento líquido, que Irazábal aplica, capa a capa, de menor a mayor grado, hasta la obtención de unas formas de límites indefinidos, que se cruzan o intercalan unas con otras, y confrontan o conjugan sus tonos específicos en una sola imagen, que rehuye, sin embargo, su dispersión interior al azar, y que viene como a darle una minúscula ordenación, que no la aproxima tampoco a la geometría, sino que más parece concebida para resituar al observador. No hay, pues, figura alguna, siquiera simulada, salvo que se considere como tal la absorción que estas pinturas hacen de la persona frente a la tela.
El estudioso del color John Cage atribuye a los grandes muralistas del barroco romano la invención ilusionista de los techos que parecen abrirse a la infinita distancia del cielo, mediante la combinación de luz y oscuridad extremas en sus pinturas. Irazábal, evidentemente, no es un pintor barroco ni precisa de la sombra para acentuar el resplandor de sus pinturas, pero sí hay cierta coincidencia -en su caso, diríamos que seglar-, en la mística de la iluminación, en el sueño de los iluminados.
Domenick Ammirati, compañero de páginas de Barry Schwabsky, cuenta que en una de las paredes del estudio neoyorquino del pintor, estaba puesto un fragmento del libro de la vida de Teresa de Jesús, en el que narra una de sus visiones, del que yo he extraído el título de mi crítica: luz que no tiene noche. Luz imaginaria, para ser vista con los ojos del alma.