Instalación Petruska, 2013
'Anywhere, Anywhere Out of the World'. Así titula Philippe Parreno su exposición en el Palais de Tokyo de París. Es la primera vez que un artista ocupa todo el espacio de este conocido centro francés. Narrativas con tinte fantasmal.
Desde el comienzo de su carrera, a finales de los años ochenta, Philippe Parreno asumió que su arte no iba a estar ligado a la producción de objetos, a un proceso de creación de caracter lineal que empieza en nada y acaba en algo. El delirio comercial de esa década que agonizaba había abonado un terreno propicio para la extinción de todo signo fetichista. No era el tipo de inmaterialidad que alentaba el arte conceptual lo que buscaban. Anhelaban, más bien, la creación de una estructura maleable y dinámica, sin principios ni finales aparentes, una práctica ligada más a la experiencia temporal -el lenguaje del cine pasó a tener gran importancia- que a la dimensión física de las cosas. Los artistas de los noventa, liderados por Parreno, Pierre Huyghe, Dominique Gonzalez-Foerster, Liam Gillick, Rirkrit Tiravanija o Carsten Holler, comenzaron a trabajar en colaboración, con engranajes horizontales que absorbían a arquitectos, cineastas, músicos... Las aportaciones individuales constituían solo una parte pequeña de una estructura mayor, y esa estructura sólo una porción diminuta de un todo que nunca era tal pues nunca tenía sus límites claramente definidos y se mezclaba con otros proyectos en poliédricas sinergias.
En el Palais de Tokyo, recibe al visitante en una gran sala abierta una pantalla gigantesca que emite cinco trabajos audiovisuales realizados en las dos décadas que median entre 1987 y 2007. No es una pantalla totalmente tupida sino que filtra la luz procedente de la cubierta y ésta estalla en la sala saturándola, produciendo un muy logrado juego de luces y sombras. Parreno denuncia así la fría indeterminación del white cube como espacio expositivo, un lugar aséptico que lastra el ejercicio libre y subjetivo de la percepción. Parpadea un generoso conjunto de fluorescentes, presentes en toda la exposición como elemento aglutinador, y también lo hacen las cartelas, electrónicas, que no sólo informan sobre las sucesivas obras sino que también recogen las meditaciones del artista.
Ya desde el principio se advierten los compases de la Petrushka de Stravinsky, cuyo libreto protagoniza una marioneta que cobra vida y siente como los humanos. Se suele dar a la Petrushka la categoría de "obra de arte total" pues reúne motivos procedentes de múltiples disciplinas, y es así como quiere Parreno que concibamos su exposición, su obra. De hecho, la música nos acompañará en todo el recorrido, vertebrando el conjunto de la experiencia. Pero, ¡nadie toca ese piano! Su intérprete ha sido sustituido por un complejo programa electrónico que da vida al fantasma que recorre con nosotros los amplísimos espacios y cuya presencia reverbera, inquietante, en cada muro.
The Writer, 2007
En la estupenda película Marilyn, que ya vimos el pasado año en la Fundación Beyeler de Basilea, Parreno recrea la habitación del Waldorf Astoria en la que vivió la actriz, cuya voz recorre ahora la estancia, describiéndola. Bellísimos primeros planos muestran a la actriz escribiendo con pluma sobre un papel de cálida textura, pero al final del filme se nos revela que es un robot el que escribe (¿recuerdan las teclas del plano de Stravinsky?), y que el fantasma viaja todavía con nosotros. Habíamos visto el robot acometiendo su torpe escritura en una sala del piso superior. Frente a él, otros fantasmas de Parreno afloraban al caer la oscuridad en dibujos realizados con pintura fotoluminiscente que con luz diurna se ocultaban tras superficies monocromas.
La exposición tiene momentos de enorme intensidad, pero ofrece dudas en lo que de intervención global se le suponía. Tal vez yo esperaba una mayor sutileza en los tránsitos, una mayor poesía a la hora de engarzar los diferentes ámbitos, que son muchos. Tengo la impresión de que para enfrentarse al espacio, Parreno se ha servido de sus mismas armas, un ruido aristado y estridente que enfatiza la oscuridad tenebrosa del lugar y que desoye y anula en muchos tramos la profunda melancolía en la que se aloja su proyecto.
Porque ésta en la que ahora estamos es una obra melancólica. Parreno, que ha conocido la enfermedad, se presenta introspectivo e intimista en París. El que propone puede interpretarse como un viaje de la vida a la muerte y de la muerte a la vida, pues hace rebrotar la existencia de sus muertos y se la da otra vez a los que nunca la tuvieron, como Annlee. Se ha rodeado, además, de todos sus amigos, de los que han colaborado con él y tambíen de aquéllos sobre los que ha trabajado, como John Cage y Merce Cunningham, protagonistas de uno de los momentos de mayor altura de la exposición, en el que sus obras se funden con el paso de los días, mutándose una en la otra.
En la inauguración, a través de una pared giratoria oculta tras una de las célebres baldas con libros de Dominique Gonzalez Foerster, se accedía a una pequeña sala con dibijos de John Cage. Dos días después volví a ver la exposición y algunos dibujos de Merce Cunningham habían sustituido a otros de Cage y se nos dice que al término de la exposición solo habrá dibujos del coreógrafo. Es un guiño bonito hacia dos de sus "santos", con cuyos trabajos ha trabajado Parreno recientemente en la soberbía The Bride and the Bachelors del Barbican londinense, una exposición en la que Parreno sí realizó las sutiles transiciones poéticas que echo de menos aquí.
Me sobró la película de Zidane, ya al final del recorrido. Filmada con diecisiete cámaras en el Bernabeu en un partido entre el Madrid y el Villareal, la película suele mostrarse en versión monocanal, una forma acertada de concentrar la atención del espectador en el héroe que Parreno y Douglas Gordon pretenden enaltecer. Al mostrarse las diecisiete grabaciones que constituyen la película en otras tantas pantallas, la figura de este héroe pierde fuerza, diluyéndose en un clima espectacular que no le conviene a la película.