“Y aquí, El grito, cuando se lo llevaron a las salas”. Juan Herreros (San Lorenzo del Escorial, 1958) enseña las fotos del montaje del nuevo Museo Munch de Oslo con cierto prurito de debutante. Se trata de un sesgo inesperado en un arquitecto con 40 años de experiencia a sus espaldas, pero perfectamente comprensible. Lo que se inaugura el próximo 22 de octubre no es solo la última y más importante obra de estudio Herreros, oficina que dirige con su socio Jens Richter, sino, en cierto modo, también la primera. El concurso se falló en 2009, poco después de la disolución de Ábalos & Herreros –una de las firmas más destacadas de finales del siglo XX en nuestro país–, con lo que su desarrollo ha supuesto el gran espaldarazo a esta nueva aventura profesional: “Nos dio la oportunidad de trabajar fuera de España en el apogeo de la crisis”.
Pregunta. El Munch se inaugura por fin tras una década de trabajos, una crisis y una pandemia. ¿Considera este momento un punto y aparte en su trayectoria?
Respuesta. El edificio en sí lleva prácticamente dos años terminado. La arquitectura maneja unos tiempos muy dilatados de realización que, en ocasiones, desbordan cualquier pronóstico. La que parecía iba a ser nuestra primera gran obra internacional nos ha acompañado finalmente 10 años completos mientras construíamos en Corea, Marruecos, Colombia, Francia o Argentina. En nuestra oficina se maneja una cultura interna de trabajo que proviene del proceso del Munch. Empezamos siendo un tipo de estudio y nos hemos transformado en otro bastante distinto. Quizá porque los primeros años estuve más solo –Jens se incorporó definitivamente como socio en 2014–, diría que la experiencia no solo me ha influido como arquitecto, sino también como persona: me he vuelto mucho más indulgente [se ríe].
P. ¿Lo ve ya como pasado?
R. Aunque nunca he sido muy épico, sí que he disfrutado al ver cómo la arquitectura tiene la capacidad de entusiasmar a las personas. He pasado días en Oslo en los que me reconocían por la calle y era un shock, de la misma manera en que he vivido el orgullo de la gente de la ciudad cuando ha hecho esta obra suya. A partir de ese momento uno ya no pinta nada.
“He vivido el orgullo de la gente de la ciudad cuando ha hecho esta obra suya. A partir de ese momento uno ya no pinta nada”
P. ¿Qué se pierde y qué se gana al trabajar en un escenario internacional?
R. Lo que más me interesa del trabajo en otros contextos es aportar lecturas nuevas de las condiciones locales, no tan evidentes a una distancia corta, a través de la arquitectura. Por eso, huimos del concepto de exportación de producto de un país a otro y preferimos adaptarnos a las coordenadas de cada lugar. Nos gusta creer que el Museo Munch es un edificio muy noruego, o que las viviendas de Marsella resuelven la agresión del viento Mistral, que tanto condiciona la arquitectura de la ciudad.
Un museo para ‘El grito’
Una semana después de la apertura del Munch, una exposición en La Virreina de Barcelona dará cuenta del proceso de diseño y construcción del proyecto. “Es un museo dedicado a un único artista, pero también condensa 60 años de la historia de un país y la transformación de Oslo, desde el pequeño puerto estratégico que era a principios del siglo XX hasta su actual realidad como capital cosmopolita”, resume Herreros.
Al legar sus cuadros y documentos a la ciudad, el pintor Edvard Munch exigió la construcción de un nuevo edificio que los albergase. Con los años, esa herencia se ha enriquecido con la aportación de coleccionistas, además de con las exigencias propias de una institución cuya ambición ha ido en ascenso. El resultado es una torre quebrada que se apoya sobre un basamento público, un tornasol de 13 plantas de altura cuyo brillo y transparencia –cortesía de su piel ondulada de aluminio– se adaptan y reaccionan a las distintas intensidades de luz, tan cambiante en estas latitudes. “Es un hito en el skyline de Oslo –explica Herreros–. La heterodoxia que supone desplegar un museo en vertical persigue liberar suelo como espacio público y hacerse eco y expresión de ese sueño colectivo de la conquista del mar, una vez eliminado el viejo puerto. Cuando se convocó el concurso, los alrededores del museo eran un gran vacío dejado por la retirada de los tinglados portuarios, y trece años después un nuevo barrio se ha desplegado sobre esa plataforma hasta el borde del agua. Conviven instituciones como la ópera, la biblioteca Deichman y el propio Museo Munch, que funcionan como piezas insertadas en una trama residencial. Nuestra aportación es poner en valor esa ‘ciudad de las personas’, haciendo compatible la verticalidad con un plano del suelo amable y abierto a usos casuales y lúdicos. Es muy interesante que Oslo haya optado por estos espacios urbanos de mediana escala. La playa que ha surgido a los pies del museo y los bancales del río, convertidos en solarios improvisados, acercan el edificio a la gente y mitigan la tradicional solemnidad de este tipo de edificios”.
Más de 10.000 m2
P. 10.000 m2 cuadrados dedicados a exposición permanente y otros 1.700 a las salas temporales en las que tendrán cabida todo tipo de formatos. Son números importantes, pero no tanto como la cintura que ha precisado su materialización. ¿Cuánto queda de la autoría inicial?
R. La práctica de la arquitectura ha sufrido un incremento exponencial de complejidad en lo que llevamos de siglo. En el Munch hemos tenido que ejercer nuestra autoría en un espacio compartido con otros muchos. A partir de 2009, las decisiones en nuestro estudio han pasado de la mesa de trabajo a la mesa de reuniones: nos reunimos con gente para diseñar. Los equipos necesarios para abordar este tipo de actuaciones incluyen cada vez a un mayor número de especialistas. Además, las políticas de igualdad o medioambientales reflejan la existencia de problemas que han abandonado su condición de asuntos paralelos. Quizá el despojo más importante y fructífero a lo largo de este proceso sea el abandono de la defensa vehemente de lo tuyo para escuchar y dar forma arquitectónica a los anhelos de los demás, ya sea el asesor de sostenibilidad, porque el edificio se ha desarrollado con unos elevados estándares de responsabilidad medioambiental, o los vecinos. Pienso que ahí radica el papel del arquitecto en la sociedad actual.
“Huimos del concepto de exportación de producto de un país a otro y preferimos adaptarnos a las coordenadas de cada lugar”
P. ¿Cómo ha transformado al edificio este proceso?
R. Algunas cosas han cambiado y otras no. Lo que despertaba mayor extrañeza al principio era la verticalidad, y eso es algo que finalmente no se ha alterado, más allá de mínimos ajustes para preservar determinadas vistas. Por otra parte, sí que ha tenido lugar una transformación muy importante del programa. El concurso se planteó con un porcentaje de espacio expositivo próximo al 70 % y el edificio se ha terminado con algo más del 40 % porque, cuando se definieron las bases en 2008, lo más importante en relación con el museo era la visita. Sin embargo, en esas conversaciones apareció un departamento educativo infantil, una biblioteca con una dimensión universitaria e investigadora, un gran archivo de papel…
Cultura y ocio
P. En este 2021 se están sucediendo inauguraciones de museos por toda Europa, desde el Kunsthaus de Zúrich a la Fundación Pinault en París. ¿Qué hace diferente al Munch?
R. La carrera mundial por el número de visitantes no creo que tenga sentido. Los museos contemporáneos tienen que atender hoy a un público dual: uno, foráneo y esporádico, que descubra y entienda el lugar a través de esa visita; y otro, el local, que debería obtener un beneficio continuado de su existencia, y al que cada vez debería darse mayor importancia. Si estos lugares se piensan para inscribirse en la vida de los ciudadanos, acudiremos a ellos con mucha frecuencia porque será donde entenderemos lo que somos y lo que queremos ser. Por otra parte, a medida que los museos se abran al conjunto de la sociedad sin trabas selectivas se convertirán, cada vez más, tanto en lugares de encuentro, descubrimiento y aceptación de las diferencias como de redefinición de lo colectivo, recuperando para la cultura el papel crítico e integrador que le corresponde.
P. El museo contemporáneo integra tiendas, recorridos atractivos, terrazas y restaurantes, espacios para el descanso… ¿Cómo deben reenfocar los museos su voluntad pública?
R. Los museos deben permitir múltiples formatos y relaciones tanto con el visitante esporádico, léase turista, como con el local. La novedad del Museo Munch consiste en concentrar los programas que atienden, sobre todo, a los ciudadanos de Oslo –auditorio, sala de proyecciones, tienda, cafetería, departamento de investigación, biblioteca, actividades infantiles– en el gran vestíbulo de acceso que funciona como una plaza pública, con todas las connotaciones que esta idea implica. Otorgar protagonismo a este programa paralelo es nuestra respuesta arquitectónica en este caso y, en general, en los otros museos y centros expositivos que hemos abordado, desde el Malba de Buenos Aires (2015) al nuevo espacio SOLO que estamos construyendo en Madrid.
P. ¿Corremos el peligro de confundir cultura y ocio?
R. No creo que deba preocuparnos que se diluyan los límites entre cultura y ocio, e incluso que los museos integren una parte de actividad comercial, si gracias a ello logramos que sean y funcionen como un fragmento más de la vida urbana. Desplegar esas actividades con inteligencia y calidad puede ser el mejor vehículo para atraer a los museos a quienes habitualmente no van y que se interesen por los asuntos que el arte trata, hasta entender que son las mismas cuestiones que se formula cualquier ciudadano comprometido.
“La que iba a ser nuestra primera obra internacional nos ha acompañado 10 años mientras construíamos en todo el mundo”
P. En los últimos años se ha sometido a debate el carácter representativo de este tipo de edificios singulares. ¿Cree que es necesario recuperar esa legitimidad perdida?
R. En algún momento, he criticado la tendencia exagerada de estas obras a convertirse en una mera imagen que ni siquiera tenga la capacidad de representar aquello a lo que pertenece. Pero los edificios públicos deben representar ciertos anhelos colectivos, y no pueden renunciar a afirmarse con la singularidad necesaria. La novedad es que eso ya no es incompatible con el uso cotidiano, con que el edificio sea accesible para los niños o las personas mayores, y puedan hacerlo suyo.
Arquitectos comprometidos
P. El que la arquitectura pueda responder a lo concreto y específico, pero también aprovechar el conocimiento acumulado es uno de los intereses que vertebran su trayectoria, otra manera de decir que el trabajo de un arquitecto puede ser, también, el de todos. ¿Ha mitificado la arquitectura la dificultad como valor?
R. Hablar de un arquitecto exageradamente individual o inaccesible no creo que hoy tenga sentido, quiero pensar que ya forma parte de un cliché agotado. Las últimas generaciones de arquitectos muestran en su trabajo un marcado compromiso, alejado de ese modelo, y que debe considerarse central en el debate sobre el futuro de la arquitectura. Por otra parte, siempre he defendido la simplicidad como procedimiento que fomenta la innovación en los procesos de diseño, en los sistemas constructivos y en el uso como tal de la arquitectura. Antes me refería a la complejidad para señalar lo difícil que es someter las condiciones de partida y las solicitudes de los clientes a una síntesis adecuada. Creo, por tanto, que las personas deberían buscar en los arquitectos precisamente esto: su capacidad para condensar todos los datos, los deseos y las tecnologías en un modelo novedoso de calidad que mire hacia adelante, alejado de toda fascinación por lo complicado.