Pensábamos que el Pritzker 2021 a Anne Lacaton (Saint Pardoux la Rivière, Francia; 1955) y Jean-Philippe Vassal (Casablanca, Marruecos; 1954) llegaba con retraso. En los corrillos de la profesión se sabía que llevaban años rondándolo, que aparecían en todas las quinielas, incluso que el jurado visitó sus obras en ediciones anteriores… y nada. Para ellos, el galardón siempre daba en el palo. Y si bien es cierto que esa tardanza no hacía más que alimentar la impaciencia, no lo es menos que resultaba coherente con una peculiar lentitud que siempre ha ido de la mano del estudio parisiense. No la suya, sino la nuestra en comprenderles. La arquitectura de Lacaton & Vassal no es un producto de consumo rápido, pero una vez se repara en ella, se hace imposible mirar a otro lado. Así, el trofeo no significa otra cosa que el que nuestras necesidades y nuestros intereses coinciden. Ya tocaba.
Suele ponerse como ejemplo de su trabajo la plaza Léon Aucoc de Burdeos (1996). Conocerán la historia: tras un exhaustivo análisis, decidieron emplear la partida prevista para el embellecimiento de ese espacio en su conservación, con su suelo de gravilla para jugar a la petanca y sus árboles. Sin embargo, más que en esa sensatez elemental de apreciar el valor de las cosas, en lo que deberíamos fijarnos es en que estemos hablando de ello aquí y ahora. El auténtico mérito de Lacaton & Vassal no fue dejarlo todo tal cual, sino contarlo, y que las publicaciones de la época tragasen con ello. ¿El Guggenheim o una placita arbolada? Los dos. Aunque sea improbable que un cuarto de siglo después pase por ese lugar un arquitecto en peregrinaje, los vecinos siguen disfrutándolo. Vista así, su trayectoria merece reconocimiento por lo que han sido capaces de legitimar antes que por lo que han inventado. De su mano, asuntos como la conservación, la rehabilitación o el ensamblaje industrial han abandonado el nicho de los especialistas sin perder un profundo sustrato ético. Se trata de una visibilidad que nos beneficia a todos.
El curso de sus ideas dibuja una genealogía coherente, como si desde su trabajo descolgasen una serie de intereses y aprendizajes que fueran transmitiéndose de obra en obra por gravedad. En la casa Latapie (Burdeos, 1993), uno de sus primeros logros, ya aparecen perfectamente visibles su obsesiones por la economía y la construcción industrializada. El encargo, una vivienda pequeña y barata, hizo uso de los sistemas de la arquitectura de los invernaderos para levantar una casa el doble de grande por el mismo precio, o, si se prefiere, dos casas en una. La de madera, opaca, contenía en la mitad del volumen todas las habitaciones previstas, mientras que el resto quedaba confinado en una crisálida de PVC que calefactaba el espacio. Los arquitectos querían colocar allí unas plantas, pero los usuarios pusieron un sofá. Es una verdad rotunda: la arquitectura solo está completa cuando se ocupa.
Tan exitosa resultó la experiencia que la repitieron en obras como la casa Coutras en Gironda (2000), la ciudad-manifiesto en Mulhouse (2005) o en las viviendas en Trignac (2010), de manera que aprovecharon para refinar sus ready-mades de arquitecturas agrícolas y la insistencia en la duplicación. Terminaron por llevar los gemelos a la gran escala en el volumen del FRAC Nord en Dunquerque (2013), una de sus múltiples incursiones en el terreno de los contenedores artísticos, aunque no la primera.
Ese honor, capaz de conjugar reencarnación y arquitectura, le correspondió al Centro de Creación Contemporánea en el Palais de Tokyo de París (2001 y 2012). La intervención sobre el ala oeste del edificio ecléctico de los 1930 despejó los interiores, con una apuesta por lo crudo y la construcción en seco que electrizó uno de los barrios más chic de la capital. La generosidad de sus espacios y la decisión de desnudar la carcasa para legar el protagonismo a las obras resultaron tan influyentes —Matadero Madrid tiene ahí su modelo, sin ir más lejos— como la labor de los directores de la institución, Jérôme Sans y Nicolas Bourriaud, por entonces en la cima de sus poderes.
Pero la importancia del Palais de Tokyo en el currículum de Lacaton & Vassal trasciende su influencia estética y cultural. Al prolongar la vida útil de su estructura intuyeron un asunto fundamental: que la arquitectura contemporánea, y más aún en Occidente, debía responder a un mundo ya construido. El paso siguiente en esa estrategia de mejora y tratamiento de lo obsoleto, del residuo —hoy conocida como upcycling en Economía Circular—, fue mirar con ojos nuevos hacia algo tan poco deseable como las torres de vivienda social en nuestras periferias. Con la imprescindible compañía de Frédéric Druot, articularon en París (2011), Saint-Nazaire (2016) o Burdeos (2017) una serie de obras basadas en una aritmética muy sencilla: reutilizar lo sustantivo y añadir lo que faltaba. Lo primero era la estructura, siempre costosa de demoler, y lo segundo, unas galerías a modo de terraza que sirvieron para realizar la obra sin desalojar a los vecinos, aumentar la superficie de los apartamentos y mejorar su consumo energético —de nuevo, el invernadero, aquí como jardin d’hiver—. Las imágenes que muestran las casas, antes oscuras y ahora abiertas al cielo, son tan expresivas como los testimonios de sus habitantes, embelesados con este lujo sobrevenido de unifamiliares en altura.
Toda esta insistencia en construir sobre lo construido podría caracterizarles como arquitectos reactivos, más cómodos cuando se apoyan en la realidad y sus problemas que cuando parten de cero. Valga como caricatura con su pequeña parte de verdad. Si la página está en blanco, se vuelven indudablemente más ortodoxos, como es el caso de su miesiano pabellón ferial en París (2007), o bien remedan la ruina de un pasado que jamás tuvo lugar, algo que puede intuirse en las rampas y el esqueleto de la Escuela de Arquitectura de Nantes (2008). Incluso su recién terminado bloque de viviendas en Ginebra (2020) recuerda a pretéritos ejercicios residenciales, a pesar de que el público de esta construcción ex novo no pueda ser más diferente. En realidad, esas obras afirman una verdad certera sobre el trabajo de Anne Lacaton y Jean-Philippe Vassal, y es que sus amplios espacios y su insistencia en la robustez constructiva son universales, y que un edificio debería apostar, muy por delante de la creación de unas formas más o menos atractivas, por la transformación de nuestras expectativas sobre lo cotidiano, que también tiene su derecho a la maravilla. La arquitectura puede ser cosa de todos, y eso merece premio, incluso hasta algo más: respeto.