Como cuenta Oscar Tusquets, una cabeza de caballo es una respuesta tan inesperada como bella a la pregunta de qué cabría poner en el agudísimo ángulo de un frontón clásico. Si en su centro cabe erguida cualquier estatua, el escultor del Partenón –pongamos que Fidias– tuvo que inventarse para los extremos esa testa, tan rotunda que 25 siglos después sigue rondando las escuelas de Arquitectura a la espera de quien la dibuje. No resulta raro, pues, encontrársela encaramada a una estantería del estudio de Rafael Moneo (Tudela, 1937), un discreto chalé racionalista de dos plantas en la madrileña colonia de El Viso. Más que los planos que cuelgan de las paredes, o que las maquetas o los croquis, esa cabeza sintetiza bien al arquitecto. No solo recuerda su obstinación por reunir en su trabajo las huellas de la historia, sino que explicita lo difícil que resulta encajar la pieza justa en el lugar preciso, como si no fuese posible otra. Se trata de un desafío que Moneo ha tenido que abordar repetidamente a lo largo de más de medio siglo de edificios, de las viviendas Urumea (1973), el Kursaal (1999) o la parroquia del Iesú (2009), en San Sebastián, a su quinteto en la Castellana –de Bankinter a Atocha–, el Museo de Arte Romano en Mérida (1986) o esa acrópolis de autovía que es la catedral de Los Ángeles (2002).
Por muy abrumador que sea el currículum, sin embargo, resulta ocioso detenerse en galardones –Pritzker, Imperiale, Príncipe de Asturias– sobre todo porque el interesado parece mucho más pendiente de lo que aún le queda por hacer: “Un arquitecto tiene que ganarse la ocasión de que los demás pongan en sus manos los problemas de los que les gustaría hablar”.
Pregunta. Usted afrontó su primer proyecto importante, las viviendas Urumea, con sólo 31 años. Y Bankinter, la sede de un banco en plena Castellana de Madrid, con 35. Hoy sería impensable esa precocidad.
“Seguiría apostando por una arquitectura que estuviese anclada en la ciudad. No se puede despilfarrar su potencial”
Respuesta. En las vidas hay un componente de fortuna muy grande. Si no hubiera aprobado tan rápidamente el análisis matemático en la carrera, donde muchos compañeros permanecían 3 ó 4 cursos, mi trayectoria hubiera sido otra. El acceso al trabajo era más fácil en aquellos años, no lo digo como descargo. En el caso de las viviendas de Urumea, mis clientes fueron mis colegas Marquet, Uzurrunzaga y Zulaica, quienes habían accedido a este trabajo para una cooperativa con la que ya habían realizado otros proyectos. Al incorporarme, me animé a cambiar por completo lo que tenían comprometido, manteniendo el alzado. Sí diría que la obra revela una reflexión muy madura, al ordenar una manzana completa respetando estructuras dimensionales a partir de un tipo que no era exactamente el habitual: el patio de luces sirve únicamente a una sola vivienda, es decir, uno no se topa con el vecino de enfrente. Y lo de Bankinter (1976), desde luego, no habría podido pasar hoy. La persona que lo propició fue Francisco González Quintana, compañero de colegio mayor del ingeniero de caminos que había recibido el encargo, quien dijo: “ese edificio lo tiene que hacer Rafael Moneo”.
Nuevos proyectos
El arquitecto habla despacio. No son infrecuentes los silencios mientras reflexiona, a ojos cerrados, en busca del argumento preciso. Si bien se muestra brevemente pesaroso por no haber ganado el pasado año el concurso del Museo de Bellas Artes de Bilbao que obtuvo Norman Foster –“Me hubiera gustado interpretar el modo en que ese edificio ha sobrevivido en la ciudad”–, la nube se difumina mientras exhibe, a distancia prudencial y con cierto orgullo, dos obras recién terminadas: una en Seúl, nueva fachada para unas residencias de lujo, y un edificio mixto de viviendas y oficinas en Berlín acodado “entre dos obras de Schinkel”, pieza que resuelve por igual todos sus huecos y encuadra al proyecto como concienzudo ejercicio urbano: “Seguiría apostando por una arquitectura que estuviese anclada en la ciudad. Lo que entiendo por arquitectura implica algo más que la exhibición de las técnicas; no se puede despilfarrar el potencial que tiene la ciudad antigua, o incluso la de las periferias”.
P. Sus primeros proyectos a gran escala, como la estación de Atocha (1992, actualmente en ampliación) o el conjunto de La Illa en Barcelona (1993), entienden el edificio como pieza urbana, parte de algo mayor. Esa idea perdió fuerza en arquitectura unos años más tarde, tras la construcción del museo Guggenheim en Bilbao a cargo de Frank Gehry. ¿Cree que el entendimiento del edificio como hito ha sido perjudicial para la disciplina?
R. Es cierto, existe un cambio de escala en mi trabajo que se traduce a la década de 1990. Atocha ha demostrado, además, el valor que tiene trabajar en relación de continuidad entre el tiempo de la ciudad y el de los edificios. Algo que, en cierto sentido, también sucede en la ampliación del Prado. Son dos obras que muestran hasta qué punto la arquitectura debe estar atenta. Seguramente sea verdad que ese cambio de escala coincida con un momento en el que se daba valor a una arquitectura con peso iconográfico, lo que no creo reclamen siempre los edificios. Tengo la impresión de que esa gran escala la fuerzan en gran medida los operadores económicos, porque para el gestor es más cómodo resolver así, a gran escala, que mediante agregación, y recurrir a los arquitectos para crear iconos o cierta promiscuidad.
Maestro de maestros
Antiguos pupilos en su estudio, Luis Moreno Mansilla y Emilio Tuñón escribieron hace años que habría que dar gracias a Moneo por permitirnos ver la arquitectura a través de sus ojos, cuestión a la que parece haber dedicado su extensa labor docente. Articulada en tres grandes etapas (Madrid, Barcelona y Harvard), resulta esencial para entender su trabajo: “Para bien o para mal, mi labor profesional ha estado acompañada por mi interés por el análisis y el entendimiento de la arquitectura, y el traslado de ese interés a la enseñanza”. El confinamiento de marzo provocó que el profesor Moneo tuviese que cancelar una serie de conferencias que iba a impartir en la Escuela de Madrid (ETSAM). El tema: un recorrido por 6 libros de arquitectura del siglo XX, desde el inaugural Hacia una arquitectura de Le Corbusier (1923) hasta Delirio de Nueva York de Rem Koolhaas (1978). Del último han transcurrido ya más de 40 años.
P. ¿Se ha terminado la época de los grandes discursos?
R. Es triste referirse siempre a los mismos nombres como son Aldo Rossi, Robert Venturi o Koolhaas, pero hablamos de libros importantes, con un contenido muy claro. Mientras que Norman Foster o Renzo Piano harían hincapié en decir que ofrecen las técnicas más avanzadas, el éxito de un arquitecto como Koolhaas ha sido el de ofrecer una visión del mundo contemporáneo a través de su capacidad por entenderlo con los ojos de un sociólogo, lo que le ha permitido alimentar su propia práctica profesional y mantener viva su actualidad como arquitecto. El libro que se escribiese hoy tendría que abordar temas como la idea de sostenibilidad, pero no limitada a la faceta técnica, o explicar asuntos diversos, desde el sentido que tienen las ciudades del Golfo Pérsico a cómo China ha hecho uso de la cultura occidental, o el porqué de la evolución de la arquitectura japonesa, de Kenzo Tange a Kengo Kuma. No existe un relato que explique la situación en la que hoy se encuentra la arquitectura; todo está sucediendo a tal velocidad que se ha quedado sin el marco de coordenadas históricas que la situaba.
“Trabajar en el Prado fue una suerte, pero también un paréntesis; dejé de hacer muchas cosas por esta obra…”
P. El profesor Carlos Martí, recientemente fallecido, decía que en una obra de arquitectura la teoría era como la cimbra, un apeo que desaparecía cuando el edificio se hacía presente. ¿Qué papel juegan en su trabajo estos fundamentos?
R. Prefiero el término conocimiento al de teoría. Creo que arquitectura sin conocimiento no cabe. Tampoco siento, en mi caso, que los primeros estímulos de un proyecto estén dictados estrictamente por una idea teórica. Cada proyecto obliga a ofrecer una respuesta en la que, de algún modo, se aplica ese conocimiento asimilado. Pongamos por caso la remodelación del Thyssen (1992), en la que el vacío con el que uno se encuentra permite hacernos entender cómo un museo pueda organizarse mediante una estructura palaciega, pero ¿sería esto teoría? No exactamente. Es la respuesta que te ofrece un edificio vaciado con una estructura arquitectónica muy clara. El modo en que se actúa al rehacer la arquitectura ficticia de un palacio que ya no lo es proporciona una clara línea de continuidad en el trabajo; aquí se aplica un conocimiento que se traduce en cuestiones como las dimensiones que tendrán las salas, el modo en que se organiza el movimiento o las alineaciones de los huecos.
Una arquitectura viva
P. Como señala en su libro La vida de los edificios (Acantilado, 2017), parece existir una relación intrínseca entre tiempo y arquitectura. En su trabajo, se manifiesta a partir de piezas en la ciudad que se van sustituyendo, aunque en otras ocasiones parece referirse a los cambios o evoluciones de lo preexistente. Es el caso del Banco de España o El Prado...
R. Son situaciones distintas. Mientras que el Banco de España (2006) se agota en sí mismo, porque al aumentar la autonomía de la manzana conforma una solución un poco autista, en otro edificio como el de los souks de Beirut (2009), siento que el tiempo sí que está presente. La forzosa condición mediata que tiene la arquitectura contemporánea llevó a que allí prevaleciera un módulo de tiendas de entre 150 a 200 m2 que acoge los espacios comerciales para grandes firmas de moda. Pero me hubiese gustado que el zoco integrase escalas más pequeñas, con otro tipo de comercio. Quizá cuando pasen 50 años los módulos se dividirán y la estructura del edificio propicie la aparición de algo más parecido a la idea de zocos que tuve, aunque ya no lo veré. En cuanto a El Prado (2007), considero el edificio de Villanueva extraordinario; su servicio a la ciudad es muy grande. Trabajar en él fue una suerte, pero también un paréntesis; dejé de hacer muchas cosas por esta obra...
“Mientras Foster o Piano ofrecen las técnicas más avanzadas, Koolhaas entiende el mundo con ojos de sociólogo"
P. Alguna vez ha tildado el proceso de El Prado y sus polémicas de “crueles”. ¿Aprendió algo de ese roce con la opinión pública?
R. Esa es una visión un poco optimista y leibniziana. Un proyecto que se ejecuta y que es capaz de salir adelante resolviendo las dificultades siempre es a mejor. Es bueno entender lo que hay detrás de las cosas. En realidad, el Prado organizó dos concursos. En el primero, propuse algo que tiene que ver con lo que se ha realizado finalmente y, aun no habiéndolo ganado, creo que sirvió para que la institución comprendiese que el edificio debía ampliarse hacia el claustro [de los Jerónimos]. En el segundo, presentamos un edificio más radical que el que ha terminado construyéndose, una respuesta continua a lo que, probablemente, se entendía como una solución demasiado hermética. La loggia propuesta es casi la antítesis de lo hermético, al aportar un orden menor al de las columnas y al de la portada de Villanueva.
El Pritzker y la belleza
P. En su discurso de aceptación del premio Pritzker de 1996 lamentó que la belleza ya no formase parte del vocabulario arquitectónico.
R. Es verdad que hoy existe cierta obligación por atender siempre a los usuarios, pero las apetencias de los seres humanos no solo se resuelven al satisfacer lo primario. La belleza en las artes plásticas implica ese traspaso de vida al objeto y a las cosas que es inevitable y nos alcanza. Pero belleza también es un término que no se da en todas las manifestaciones de la cultura ni en todos los momentos, a veces importa menos. No se puede hablar de Basquiat como algo próximo a la belleza, aunque quepa remitirse a Rothko. Tendríamos que dar a la expresión belleza otra lectura, o verla desde otra dimensión.