Animales en las calles, ulular de sirenas, aplausos en los balcones y un carcelero invisible, el coronavirus, que nos desconcierta. El arquitecto y crítico estadounidense Michael Sorkin –fallecido el pasado 26 de marzo en Manhattan, víctima de la pandemia –afirmaba que los desastres son una crítica per se, en tanto nos obligan a indagar en sus orígenes y preguntarnos por el sentido último de lo que entendemos por normalidad. Uno de los ejemplos que citaba, el 11-S, solapó trauma y destrucción, pero esta catástrofe nos ha pillado sin asideros: limpia de desperfectos, multiplica por seis, solo en Nueva York y al cierre de estas líneas, las víctimas del atentado de las Torres Gemelas, o por cuarenta las del 11-M en Madrid. ¿Qué debería enseñarnos?
Por culpa del confinamiento, nos hemos adherido a un linaje: el de quienes pretendían distanciarse de los demás en sus casas, incluso voluntariamente. Sus refugios responden a tres arquetipos reconocibles, tres arquitecturas: la ermita, hogar y origen etimológico del ermitaño; la jaula de oro del misántropo y, en último lugar, la burbuja hedonista, que resuena en nuestros medios virtuales. Como diría Tuídides, que sobrevivió ala peste de Atenas en el 430 a.C., acomodamos la memoria –las habitaciones, en este caso– al azote que padecemos.
Ermitas y cabañas
"La mayoría de los seres humanos nunca parecen haberse parado a pensar qué es una casa”, así que Henry David Thoreau decidió construirse la suya en el estanque de Walden, lejos de todo. Pidió poco prestado: un terreno –a Ralph Waldo Emerson, su mentor–, la madera que pudo encontrar y un hacha, que devolvió más afilada de lo que la había recibido. Entró a vivir, en soledad, el 4 de julio de 1845 y se quedó durante dos años y dos meses en esa cabaña de apenas “3 metros de ancho por 4,5 de largo”. Le costó 28,12 dólares de la época, menos que la anualidad en una residencia universitaria, pero lo suficiente para fundar un mito: el Homo faber político contra la aceleración de los tiempos.
Su aventura caló en el imaginario de los arquitectos del siglo XX, clientes inmejorables de sí mismos. Nadie lo expresa mejor que Frank Lloyd Wright, consumado maestro de la fuga, aunque por causas menos nobles. En 1909, tras dejar atrás a su mujer y seis hijos, huyó con la esposa de un cliente para construirse su refugio y lugar de trabajo en Taliesin (Wisconsin), una casa agreste donde llevar “una vida sin convenciones”. Y accidentada: soportó dos incendios y una tragedia, en la que tanto su pareja como otras seis personas fallecieron a manos de un sirviente enajenado. Taliesin tuvo hasta tres vidas distintas y décadas después, en 1937, un gemelo en el desierto de Arizona, Taliesin West, también precedido de ruinas.
En su cabaña de la Selva Negra, Heidegger veía tanto un refugio como una expresión física de sus ideas
En enero de 1929, año del crack bursátil, Wright levantó el asentamiento de Ocatilla para trabajar con su troupe en el proyecto residencial de San Marcos in the Desert. No son pocos quienes otorgan a ese campamento efímero de cubiertas a cartabón un valor significativo en su trayectoria. En las páginas de su Autobiografía, un Wright eufórico desgrana paralelismos (involuntarios) con la cabaña de Walden: autoconstrucción – “lo hicimos lo mejor que supimos”–, austeridad –lona y madera, nada de vidrio– y un balance satisfactorio: “doscientos dólares por ocupante, no mucho más de lo que hubiesen costado las habitaciones necesarias para alojar al personal”. Pese a esas similitudes, el arquitecto nunca vio el lado romántico de las incomodidades, por lo que abandonó la aventura en cuanto lo aconsejaron el calor y la economía.
Otros, como el finlandés Alvar Aalto, se alejaron tanto que hasta se construyeron un bote para llegar a su retiro en la isla de Muuratsalo, pero el reverso de ese éxodo puede ser, en ocasiones, sombrío. En la simplicidad de su cabaña de la Selva Negra, 6 x 7 metros, el filósofo Martin Heidegger veía tanto un refugio como una expresión física de sus ideas. La estancia y su elaboración constituían una unidad conceptual, un instrumento crítico de la memoria frente a las imposiciones del mundo moderno. Sin embargo, y como apunta Richard Sennett en Construir y habitar (Anagrama, 2019), sus antecedentes pronazis como rector de la Universidad de Friburgo obligan a reinterpretar su huida en otra clave. El énfasis libertario de Thoureau se oscureció en Heidegger –que marginó al judío Edmund Husserl, su maestro– como un borrado del Otro.
Jaulas y sepulcros
La distancia es un aislante poderoso, aunque no tanto como la voluntad. Recordaba el periodista Michel Herr cómo, en cierta ocasión, Stanley Kubrick le preguntó si no le importaría mudarse con su familia a Vancouver; así le diría qué tal se estaba y se podría ahorrar el desplazamiento. Reconocido misántropo, su jaula de oro solo se conectaba al mundo mediante el cordón umbilical del teléfono.
Más allá del nido, este segundo tipo de fortificaciones responden a un depurado ideal arquitectónico. Entre 1931 y 1938, Mies van der Rohe pareció somatizar las turbulencias de Alemania con el trazado obsesivo de casas-patio. Como explica Iñaki Ábalos en La buena vida (Gustavo Gili,2019), estos proyectos de altos muros, cubiertas planas y espacios fluidos prefiguraban la vivienda perfecta para un solitario: “en ninguna de las casas hay más de un dormitorio, o mejor y con mayor precisión, más de una cama”. Al pasar a la realidad, eclosionaron en cuerpos frágiles y transparentes, como la casa Farnsworth (1951), y trocaron su coraza por paisajes abiertos, pero privados, que los retiraban de miradas indiscretas. Mies nunca moró en su propia arquitectura, aunque su fan fatal, Philip Johnson, sí. Tras construirse un claustro en Cambridge –que amuebló, para colmo, con diseños del maestro–, se hizo con un terreno en New Canaan para erigir la vivienda de soltero definitiva entre árboles: la Casa de Cristal (1949).
Prada Poole experimentó con burbujas. Si el ser humano había llegado a la Luna con la atmósfera en una mochila, ¿quién necesitaba una casa?
Elegir es renunciar. Para trazar una línea que los separase de otros, Mies y Johnson casi descartaron la casa misma, mientras que Fernando Higueras se enterró con ella a resultas de un divorcio. La excavó en el jardín trasero del chalé familiar en Madrid. Como solo podía acceder por un pasillo, demasiado estrecho para el paso de maquinaria, el hoyo de 9 metros de lado por 7 de profundidad se hizo a mano: 100 contenedores. La única manifestación en superficie son los ojos sin rostro de sus claraboyas, que iluminan el atrio al que vierten las habitaciones. Blanca y de cantos redondeados, es la casa-cueva menos lúgubre que pudiera imaginarse.
Burbujas y trajes
Que Higueras hiciese frecuentes referencias a la estabilidad térmica de su hormiguero sintonizaba con las preocupaciones ecológicas de los años de la Crisis del Petróleo. Paralelo a ese interés, discurrió una inusitada proliferación, tecnología mediante, de autarquías medioambientales. Si el ser humano había llegado a la Luna con la atmósfera en una mochila, ¿quién necesitaba una casa? El resultado sería, profetizó el crítico inglés Reyner Banham, el desmoronamiento de sobreentendidos en la imagen misma del hogar.
Ese aire presurizado se hinchó en burbujas, como las de José Miguel de Prada Poole, nuestro pionero, aunque también, y conforme a su modelo, se ciñó al cuerpo: “Si no fuese por el Suitaloon, yo no tendría casa”, decía Michel Webb, del colectivo Archigram, para explicar su traje espacial extensible. Ya que nada es nunca lo suficientemente radical, algunos jóvenes airados, caso de los vieneses Haus-Rucker-Co, estrecharon el cerco. Con sus cascos multisensoriales e interés por la percepción alterada redujeron los paisajes al ámbito estricto de los sentidos: drogas y alta fidelidad. Cuesta no pensar en ellos como precursores de nuestra alienación virtual.
Aunque toda crisis, como decía Sorkin, punce la normalidad, estas narrativas necesitan su propio clímax. Del desierto a la escafandra, un día cualquiera el ermitaño emprende el camino de retorno; el misántropo repara en la existencia de un mueble olvidado, la puerta; y el astronauta se echa las manos a la cabeza. Quizá, y por primera vez en un tiempo, no sea un gesto desesperado; lo siguiente que hace es girar unas clavijas y tirar del casco. Sólo entonces, cierra los ojos e inspira.