Enrique Encabo Inmaculada Maluenda

Interior de la Villa Müller, Praga, 1928-1930

Diseñador de muebles, teórico, autor de edificios y destacado creador de interiores, la exposición Adolf Loos. Espacios privados que dedica el CaixaForum de Madrid al arquitecto austriaco, reúne más de 120 muebles, objetos y documentación de su legado, entre fotografías, obra gráfica, planos y maquetas. Comisariada por Pilar Parcerisas, este recorrido por su relación con la arquitetura de interiores, el primero en nuestro país, nos abre las puertas de la modernidad. A partir del 28 de marzo.

A Le Corbusier le vimos el culo mientras pintaba, a Mies van der Rohe fumar un puro o reír a carcajadas, pero lo que Adolf Loos (1870-1933) exhibe en sus fotografías -¡hasta en bañador!- es la mueca pétrea de Buster Keaton. Como buen petimetre, resabio de su anglofilia, el austriaco no confiaba su imagen a cualquiera, así que menos aún la de su arquitectura: "Por las fotografías o reproducciones no pueden juzgarse de ninguna manera mis proyectos de viviendas. [...] La fotografía engaña. Nunca he querido engañar a nadie con mis trabajos".



Quizá para evitar engaños ordenó en 1925 destruir su archivo vienés. Más que un acto de voluntad kafkiana -quemar su propio legado, sin un Max Brod desobediente-, esta decisión presenta a Loos como un riguroso editor de sí mismo: lo que hubiera que dejar, estaba ya en el mundo. Nos quedan, así, sus casas, sus interiores y sus muebles; pero, sobre todo, su obra más popular y polémica: sus escritos. Febril prolongación de las diatribas de café, alcanzaron una extraordinaria difusión, primero a través de publicaciones generalistas y más tarde en multitudinarias conferencias. Si, como afirmó en uno de ellos, "una buena arquitectura que deba ser construida puede ser escrita. El Partenón puede ser escrito", ¿podrían aún sus eslóganes, tan rotundos, ofrecer testimonio de su vigencia? Veamos.



Loos opinó sobre sastrería, patentó un sistema de casas baratas y ejerció de arquitecto público

"Ausencia de ornamento es signo de fuerza intelectual". Hay una historia de los edificios y otra de las ideas. Los primeros tienen autores y las segundas parecen flotar en el aire. Como apuntó Reyner Banham, Loos se las compuso para rubricar una de las más influyentes. Pese a su brevedad (apenas 3000 palabras), la mayoría del público no ha leído de Ornamento y delito (1908) otra cosa que el título. Esto suele dar lugar a dos errores. El primero que Loos estaba en contra del ornamento, como un minimalista por anticipado. No es exactamente así. Desde su punto de vista, en la época de la producción en serie la decoración aplicada carecía de sentido: un indicio de atraso cultural y tiempo malgastado. En sus interiores, el ojo se recreaba en materiales suntuosos; los objetos y muebles eran piezas comunes, ‘encontradas' en la vida cotidiana o réplicas -lo antiguo sí admitía adorno- de buen gusto, no diseños realizados ex profeso por un arquitecto-dictador (de ahí su perpetuo enfrentamiento con la Secession y Josef Hoffmann). Loos pretendía dar carta de naturaleza a la estética de una nueva sociedad industrial, a una belleza que no imitase necesariamente la anterior y que ofreciese productos de gran durabilidad: "No tenemos que crear el estilo de nuestro tiempo, porque ya lo tenemos". Nunca se percató de que la era en ciernes no premiaría la calidad, sino el consumo.



Adolf Loos

"Algún día, le será posible a la humanidad jugar al ajedrez en tres dimensiones, y los arquitectos podrán desarrollar la planta en el espacio". Loos construyó desde la intimidad, un cuarto tras otro y de dentro afuera. Su obra se compone, en gran medida, de reformas interiores. Entre ellas, su apartamento, que realizó en 1903 y cuyos rasgos se repiten a lo largo de toda su trayectoria: un techo bajo, blanco o con artesonados, apoyado en límpidas paredes que se encuentran, cual línea de flotación, con el cuenco del zócalo y el suelo (de madera o mármol cuidadosamente escogidos); una alfombra enmarcando el centro de la habitación y la chimenea, cuando existe, de ladrillo visto. En sus residencias suburbanas y a partir de determinado momento (algunos especialistas lo cifran en la casa Rufer, de 1922) Loos comenzó a relacionar esas estancias entre sí de una manera inesperada. Frente a la villa clásica que ordenaba sus cuartos en el plano, como celdas en una retícula, decidió operar en tres dimensiones, en sección. Sus interiores se conformaban como una helicoide, en la que, a partir de la jerarquía del salón, los espacios se fundían y conectaban visualmente. Este sistema, conocido como Raumplan, llegó a su cénit en tres proyectos realizados al final de su carrera: la casa de Tristan Tzara (1926) -única obra que persiste de su estancia parisina-, la villa Moller en Viena (1927) y la villa Müller en Praga (1930). Dramas espaciales enmascarados por tersos cubos blancos; la perfecta casa freudiana.



Loos se quedó a las puertas de la modernidad. Las sujetaba, en realidad, para que pasásemos.
"Solo una parte muy pequeña de la arquitectura corresponde al dominio del arte: la tumba y el monumento". Antes se hacía mención a dos errores a los que suele conducir la malinterpretación del pensamiento loosiano sobre el ornamento. El primero se refería a las cosas y el segundo a las casas: si parecen desnudas es porque no son cosa del arte. La obra de mayor tamaño realizada por Loos son sus viviendas en la Michaelerplatz (1909-1911), en Viena. Su zócalo, ocupado por la sastrería Goldman & Salatsch, cumple con la etiqueta clasicista, con sus mármoles de Eubea y las monumentales, aunque estructuralmente inútiles, columnas del frente. A partir de ahí y hacia arriba, el edificio es una lacónica matriz de ventanas. La disolución de lo clásico podría entenderse, aquí y en la cultura, como una ruptura de la continuidad: el tiempo antes fluido comenzaba a estar pautado; el interior y el exterior no tenían por qué mostrar rasgos comunes; y en este caso, arriba y abajo (la casa, privada, y la tienda, pública) correspondían a dos realidades estéticas diferentes. El empecinamiento de Loos por yuxtaponer arquitectura ‘artística' y funcional -por ‘construir una idea', como diría Karl Kraus- generó no poco revuelo en su momento y le costó unos problemas de salud que le acompañaron el resto de su vida. La solución de compromiso consistió en poner jardineras en los alféizares. También fue en eso, a su pesar, un precursor.



"Adolf Loos. Liberó a la humanidad de trabajos inútiles" fue su deseado epitafio. Del objeto al cuarto, del cuarto a la casa y de ahí, al orbe; más que un arquitecto (ni obtuvo el título ni gustaba del tratamiento) Loos fue un torbellino. Opinó sobre sastrería, dieta y costumbres; patentó un sistema de casas baratas; diseñó cristalerías, muebles, carrocerías, hogares y un rascacielos dórico; ejerció, incluso, de responsable municipal de vivienda en Viena. No le salió muy bien lo de la liberación del trabajo -no es de extrañar que no sonriese- y sus textos, como los de Stefan Zweig, están plagados de estereotipos culturales hoy desfasados. Tampoco, y pese a sus palabras, se interesó de manera profunda por la tecnología. En muchos aspectos, podríamos decir que se quedó a las puertas de la modernidad. Las sujetaba, en realidad, para que pasásemos.