Exterior de la nueva Fundación Giner de los Ríos. Foto: José Hevia
La nueva sede de la Fundación Francisco Giner de los Ríos, obra del estudio madrileño de arquitectos AMID.cero9, ha concluido sus obras en este 2014 tras diez años de gestación. Más allá de su céntrico enclave y su jardín secreto, la intervención arquitectónica evoca una visión del aprendizaje consecuente con la institución que representa.
La Institución Libre de Enseñanza (ILE) tiene su origen en un acto de rebeldía: la decisión de Francisco Giner de los Ríos (acompañado por Gumersindo de Azcárate y Nicolás Salmerón) de obviar la doctrina oficial (y sus jerarquías parásitas) en pro de un saber contemporáneo y abierto. En 1884 instala su actual sede en un pequeño hotel de dos plantas del entonces denominado como Paseo del Obelisco. Alrededor del jardín trasero, fueron apareciendo con el tiempo pequeñas construcciones como el pabellón Soler, destinado a laboratorio del geólogo José Macpherson (y conservado, como la propia sede, en la intervención actual). Aunque aglutinó a buena parte de la intelectualidad de la España de inicios del siglo XX, la obstinación librepensadora pasó factura a la ILE: tras la proscripción franquista, solo fue a partir de 1978 cuando pudo recuperar su patrimonio, gestionado desde entonces por la actual Fundación.
Los arquitectos, por su parte, comprimen su historia en algo menos de dos décadas. Este 2014 empezó con Third Natures, una exposición retrospectiva de AMID.cero9 en la Architectural Association de Londres, escuela en la que ejercen la docencia. La muestra era minúscula: en apenas una habitación (con sus chimeneas) se recogían buena parte de los dibujos y maquetas que han construido la biografía del despacho. Pasear por la sala producía una mezcla de admiración y cierta perplejidad. Admiración al observar la densidad del trabajo, los dibujos detallistas y las maquetas sensuales; un insobornable ejercicio de radicalidad y deber cumplido de los arquitectos consigo mismos. La perplejidad surgía de la enorme cantidad de energía liberada para llegar a ese salón de Bloomsbury. Todos y cada uno de los trabajos parecían afectados de una amnesia selectiva: creados siempre desde cero, descartaban la existencia de respuestas perfectamente empaquetadas. En una esquina, una de las últimas piezas era, precisamente, la Giner.
Interior de la Fundación. Foto: José Hevia
De acuerdo a la trayectoria de sus artífices (y a la propia tradición de la ILE), el proyecto de la nueva sede está lejos de ser esa respuesta previsible a la que nos (mal) acostumbra la arquitectura. Si los edificios en derredor se encuentran con la acera mediante el consabido (y madrileño) zócalo-de-granito, aquí el volumen parte de una línea de sombra y la piedra parece fluir por el terreno; si Martínez Campos es un variado muestrario de ventanas y balcones, aquí los huecos, como por ensalmo, desaparecen; si en Madrid los patios han ido desapareciendo hasta reducirse a respiraderos, aquí el edificio parece determinado a ser, por el contrario, lo que no es jardín.Esta ampliación, como ya lo hacía el edificio original, funciona en torno al espacio abierto. Hay un cierto laissez-faire, cierto deleite en dejarse llevar por aquello que no se puede definir con precisión: no se trata de una naturaleza ordenada, sino de un paisaje en miniatura sujeto a los cambios estacionales. Al acceder al patio interior y pese al reducido tamaño del solar, la escala experimenta distorsiones: la altura de los volúmenes decrece y los pequeños pabellones que contienen las aulas (velados por una piel de muaré metálico que recuerda a los envoltorios edilicios de Christo y Jeanne-Claude) se adelantan y retranquean, para fragmentar el espacio y diluirse en el entorno urbano. El edificio estimula la posibilidad de trabajar al aire libre.
El interior plantea su propia versión de este aprendizaje abierto. Los elementos de circulación y servicios se adhieren a las medianeras y vierten a un espacio intermedio de conexión tan ambiguo espacialmente como para obviar el término pasillo, un espacio que ocasionalmente se ensancha para ofrecerse como posible área de exposiciones; el visitante, en su deambular, puede observar el jardín y la actividad de las aulas, unas límpidas cápsulas de vidrio con aspecto de laboratorio. Finalmente, bajo el suelo (y al fondo del solar) se dispone un auditorio-caverna horadado en hormigón y suavizado por una piel de madera.
Jardín-aula, corredor-estancia, auditorio-asamblea... la Giner parece componerse con esos elementos de doble función y perfectamente adaptables según las distintas necesidades, pero su distanciamiento de corsés normativos no es solo funcional. Ese esfuerzo por obviar el objeto cierto se somatiza, e incluso los límites del volumen quedan sujetos a interpretación: la doble piel y sus efectos ópticos mezclan su materia poco a poco con el aire para perder densidad, en un disolverse similar al de los pináculos de las catedrales góticas o las fachadas del plateresco. No es referencia, sino hallazgo; por otras vías y al apuntar al futuro, AMID.cero9 han llegado a su propia versión de los hechos: abrigarse en fuegos conocidos como si fuera, siempre y de nuevo cada día, la primera vez.