Exterior del Palacio de Exposiciones y Congresos, con un efecto pecera. Foto: Jesús Granada
El nuevo Palacio de Exposiciones y Congresos en Villanueva de la Serena (Badajoz) acaba de finalizar sus obras. Con el nombre de "Vegas Altas", retrata a una especie tan exótica como necesaria: un equipamiento público que no confunde austeridad con monotonía.
Los arquitectos ganaron el concurso en 2008 y los trabajos (a falta de amueblar el conjunto) concluyeron hace tan solo unas semanas. "Si se ha hecho es porque se ha trabajado dentro del presupuesto (algo más de diez millones de euros) sin desviarse un milímetro", explica Chacón. El volumen ocre y revestido de amarras es, sin duda, el elemento más llamativo del conjunto. Sus autores lo retratan como un campanario plagado de nidos; una pieza silente, pero no opaca, y tampoco solitaria. Este cubo alberga un peine escénico y ciertas dependencias auxiliares; pero es en el terreno, a sus pies y bajo la superficie de los arriates de esparto, donde se desarrolla la parte sustantiva de la intervención.
Exterior del edificio. Foto: Jesús Granada
El acceso hiende el terreno con un plano inclinado que desciende hacia el vestíbulo: un ojal abierto al paisaje que enlaza los dos auditorios, unidos a su vez en cabeza por los camerinos y la tramoya. Un anillo sumergido en la dehesa extremeña.El nuevo Palacio de Exposiciones y Congresos elude, en su construcción, fatigosos tópicos sobre austeridad y costumbrismo. En primer lugar, sus artífices revelan un personal entendimiento de la ubicación agreste del proyecto: las líneas temblorosas del cordaje que reviste el volumen exento (cuyos colores recrean los de la vegetación autóctona) y el color tierra de los hormigones de la estructura remiten a la construcción tradicional sin sobreactuaciones. Los interiores subterráneos abrazan, en contraste con lo anterior, una desacomplejada condición artificial: el límite del vestíbulo de entrada queda definido por una tensa y vibrante lámina blanca, horadada por óculos de colores ácidos. La paleta se satura en los auditorios que, forrados de policarbonato verdoso, refieren un imaginario más acuático que grutesco. La piel, según el momento y la luz, es traslúcida o espejada, deslumbrante siempre y cargada de vibraciones visuales. Tectónicas atrevidas que rememoran algunas de las desprejuiciadas obras de Miguel Fisac, quien tampoco confundió jamás tradición con atraso.
Interior del edificio. Foto: Jesús Granada
El pastor está liando un cigarrillo junto a una majada de ovejas: "Hace tres días fue el fin del mundo. Joder, coño, la caraba... un trago espantoso. Aunque si quieren que les diga la verdad, a mí no me pilló de sorpresa". Las palabras de Agustín González al inicio de Total (José Luis Cuerda, 1983) resuenan al abandonar el edificio. Hay algo de milagro en que sus autores hayan llegado con bien hasta aquí, empeñados en un idioma tan distinto. En derredor se extienden parcelas vacías, sin construir; un costurón de crisis, un campo con aceras. Cosas del Apocalipsis.