Con ocasión de la capitalidad cultural europea de la bella ciudad de Timisoara, se celebra la magna retrospectiva del escultor vanguardista Constantin Brancusi (1876-1957) bajo un doble prisma: las fuentes de la cultura rumana en su obra y, al tiempo, su sentido universal. La mitomanía desatada en torno a su figura pretende iniciar allí al público general en la senda del arte contemporáneo, mientras se reivindica la identidad europea de esta nación antes integrada en el Imperio austrohúngaro y que, tras la Segunda Guerra Mundial, terminaría bajo la dictadura de Ceausescu, derrocado en 1989 con los disturbios en Timisoara.
La exposición, celebrada en el renovado Museo Nacional de Arte de Timisoara, ha contado con el respaldo del Centre Pompidou, receptor del legado Brancusi, así como de otras importantes colecciones públicas y privadas, entre las que destacan las aportaciones rumanas. Es una propuesta única, bajo la curadoría de la rumana Doïna Lemny, que se ha ocupado con constante dedicación a su obra y al taller de Brancusi en el Pompidou. Todos estos elementos explican la dramática (y demodé) escenografía del montaje hiperbólico, con una iluminación focalizada sobre la más cerrada oscuridad, que enfatiza la mágica genialidad del carismático escultor.
Tras visitar su rústica casa natal en Hobita, un pequeño pueblo al pie de los Cárpatos, aún se agranda más su leyenda. Sabido es que Brancusi fue de niño un pastor al que le gustaba tallar madera y que desempeñó toda suerte de oficios para poder estudiar en las academias de arte en Craiova y Bucarest. Fue después lavaplatos y camarero en sus primeros años en París, la capital artística a la que llegaría en 1904 y donde residiría hasta su muerte. Ahí amplió sus círculos de amistades, desde Apollinaire y los artistas de la Escuela de París hasta Marcel Duchamp quien, junto a Henri-Pierre Roché, sería su marchante en Estados Unidos.
Fue un niño pastor al que le gustaba tallar madera y desempeñó toda suerte de oficios para estudiar arte
Sin embargo, Brancusi siempre mantuvo lazos con su país, al comienzo enviando obras a las exposiciones de jóvenes artistas y, en sucesivos viajes, en los que siempre pasaba por su pueblo, respondiendo a encargos y montando exposiciones, además de aprovechar para conocer países de la Europa central y mediterránea. Incluso representó a Rumanía en la Bienal de Venecia en 1924 y viajó a Nueva York, tras su disconformidad al ver en fotos la disposición de sus piezas en pasadas exposiciones.
Su viaje más exótico fue en 1938 a la India que, según algunos, le imprimiría una profunda huella espiritual. A su vuelta, visitó las pirámides de Egipto, llevado por su interés en las culturas antiguas y ancestrales. Para entonces Brancusi hacía tiempo que ya había desarrollado su propio lenguaje universal, aunque continuara preparando comida rumana cuando recibía en su estudio a artistas de todo el mundo. Un espacio en el que durante años fue recolocando sus piezas hasta conseguir su disposición perfecta, que mantendría reponiendo las esculturas que vendía. Filmó y fotografió las obras una y otra vez bajo distintos efectos de luz.
Para presentar un Brancusi total, la exposición reúne más de cien piezas, con abundante material fotográfico, cartas y otros documentos, aislando los hitos en su trayectoria. Al comienzo, un perfecto modelo anatómico a tamaño natural con la postura del Antínoo, realizado como trabajo final en Bucarest, condensa el afán perfeccionista del Brancusi estudiante, que inicialmente esculpirá bustos de estilo realista y pronto caerá bajo la influencia de Rodin. Pero no será hasta 1907 cuando, tras pasar solo cuatro meses en el taller del maestro francés, encontrará su propio camino.
Con El beso subvierte por completo el método de trabajo y el estilo, rechazando el modelado inicial destinado a la ulterior fundición para esculpir directamente sobre el bloque de piedra. Lo dejará prácticamente a la vista, salvo los rotulados que unen y delimitan las figuras simplificadas, y que evocan un capitel románico. A partir de ese momento, los motivos iconográficos que ya había trabajado –cabezas de niños y retratos– serán traducidos a este nuevo lenguaje que persigue la expresión de lo esencial, siempre en la confluencia con primitivismos, sean africanos o autóctonos de la cultura artesanal rumana.
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Así, una década más tarde, la cabeza de niño rodiniana será una pura forma ovoide: El principio del mundo. Y sus retratos de mujeres se convierten en volúmenes ovales estilizados, cuya mirada enigmática se repliega al interior y su atractivo sexual se condensa en estilizados recogidos del cabello. Por otra parte, el Torso de un hombre joven, relacionado con la obra Sócrates de su amigo Erik Satie, junto a los Diálogos de Platón encontrados en su biblioteca, ofrece pistas sobre la importancia de la noción de la idea transcendente en su evolución, cuando intenta sintetizar el movimiento de peces y aves.
Repetir en diversos materiales y formatos las mismas formas y sistematizar seriaciones fue el método que culmina a finales de los años treinta en el gran conjunto monumental de Targu Jiu con la Columna sin fin, La puerta del beso y La mesa del silencio, un memorial a los caídos en la Primera Guerra Mundial convertido en reflexión sobre el amor, la muerte y el anhelo de trascendencia.