De los trabajos del mar a la elegancia de las playas del norte, la luz del Mediterráneo y el deleite en los detalles de las telas y los jardines, estas son las ocho obras fundamentales de Joaquín Sorolla elegidas y comentadas para El Cultural por el director del Museo Sorolla de Madrid.
1. La vuelta de la pesca, 1894
Este cuadro supone la irrupción de Sorolla en el panorama internacional. Encuentra su camino en la pintura; la captación de la luz, su plasmación magistral en las superficies de las velas (hinchadas de viento), en las aguas o en los cuerpos mojados será a partir de entonces una constante en su obra. Representará magistralmente los trabajos del mar, construyendo una iconografía inolvidable.
2. ¡Triste herencia!, 1899
El mar como escenario del drama. Narra el propio Sorolla: "Estaba trabajando en uno de mis estudios de la pesca valenciana, cuando descubrí unos cuantos muchachos desnudos dentro y a la orilla del mar y, vigilándolos, la vigorosa figura de un fraile. Eran los acogidos del hospital de San Juan de Dios, el más triste desecho de la sociedad. No puedo explicarle cuanto me impresionaron, tanto que (...) allí mismo, al lado de la orilla del agua, hice mi pintura". Con esta obra Sorolla alcanzó su consagración, Grand Prix de la Exposición Universal de 1900 y Medalla de Honor en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1901.
3. Madre, 1895-1900
Un poema visual monocromo, en blancos y grises, y un canto casi sagrado a la dicha de la vida. Entre el sueño de la pequeña Elena y el agotamiento de su madre, Clotilde, Sorolla nos desvela la intimidad del nacimiento de su tercera hija. Ambas duermen. Él las arropa, las cubre de pinceladas, de blanco, de pureza, de luz y de felicidad.
[Joaquín Sorolla o la alegría de vivir en un mundo normal]
4. El baño del caballo, 1909
Sorolla en plenitud, tanto de su trayectoria profesional, como de su capacidad creadora. Sorolla en su playa del Cabañal. La luz poderosa del mediodía mediterráneo y el agua lo empapan todo: la superficie del caballo, la piel del joven, la arena de la playa. La monumentalidad de las figuras, de inspiración clásica, la simplificación técnica y la sencillez compositiva, su encuadre fotográfico, componen esta obra capital que es una oda a su tierra, sus gentes y su mar Mediterráneo.
5. Bajo el toldo, Zarauz, 1910
El veraneo elegante y la sofisticación de la Belle Époque en las costas del Cantábrico. En 1910 el pintor se traslada a esta localidad vasca y realiza una serie de pinturas que construyen una iconografía de la sofisticación y la despreocupación. La escena, protagonizada por su mujer y sus hijas, goza de una gran espontaneidad. Los otros protagonistas son la brisa del mar, que recorre y remueve las telas, la luz, tamizada o deslumbrante, y el blanco de los vestidos que contrasta con el azul del Cantábrico.
6. La siesta, 1911
Otro poema visual. El abandono físico entre la hierba, el tiempo detenido, la nada. Cuatro mujeres, de nuevo su familia, descansan en el jardín de un caserío vasco. Las figuras están en reposo, abandonadas. Pero también hay mucha agitación. La posición de los cuerpos; las pinceladas largas, vivas, ondulantes, de densos empastes; los contrastes de color verde, rosas, azules; la luz y sus sombras. Una obra de plenitud, al aire libre, de rápida ejecución y grandes dimensiones.
7. La bata rosa, 1916
"La obra más importante y de lo mejor que he hecho en mi vida", confesaba el artista. Sorolla vuelve en su playa de la Malvarrosa al esplendor de la antigüedad grecolatina. Clasicismo, sensualidad, la luz, el mar, su brisa… Grecia en un chamizo de cañas.
8. Primer jardín de la casa Sorolla, 1918-1919
Las obras que Sorolla pinta en los jardines de su casa madrileña en los últimos años son un retiro interior tras el intenso trasiego que supuso el encargo de la Hispanic Society. Pinta por puro placer los rincones de los maravillosos jardines que él mismo diseñó. El lirismo visual que rezuman supone el último canto de esta obra inmensa, tan colosal como el mar que tantas veces pintó.