Lo he escrito alguna vez en estas mismas páginas: esa idea de que para disfrutar del arte contemporáneo hay que “saber mucho” es un malentendido. ¿Y con el “antiguo” no pasa igual? En los dos casos, una mirada desinformada, pero paciente y sensible, encontrará motivos de interés y conexiones con recuerdos personales u otras obras que le permitirán cierto disfrute.
Si quiere realmente entrar en la obra y apropiarse de todos sus significados, entonces claro que tiene que saber. Y en mi opinión, mucho más ante el arte antiguo, aunque ahí tenemos siempre el consuelo del reconocimiento de lo figurativo.
Pero coloquémonos, por ejemplo, ante uno de los cuadros centrales de esta exposición: la Virgen del pez (1512), de Rafael, del que se nos dice que su llegada a Nápoles influyó poderosamente en el trabajo de los pintores que se apresuraron a verlo. Su importancia y trascendencia, incluso la mera belleza del cuadro, sólo se nos revelarán tras un detallado estudio.
Es un proyecto de primer orden, por esclarecer la historia, por la localización y reunión de las obras
Para empezar, desconocemos el código básico para interpretar la escena, que es el relato bíblico, y tampoco la iconografía del santoral. A diferencia de nosotros, las dos cosas eran del dominio común de los feligreses del siglo XVI. Y luego, hay que ser un especialista para descubrir otros asuntos de interés: las alusiones a la Antigüedad o la novedosa renuncia a la arquitectura en favor del telón.
Podría seguir por ahí, pero en otro nivel, el disfrute de la obra aumenta si conocemos su biografía: comprada por un virrey forzando la voluntad de los monjes propietarios, regalada a Felipe IV, expoliada por las tropas napoleónicas, recuperada después de que se hubiera trasladado de tabla a lienzo…
[Picasso y Chanel, vestir la pintura (de lujo)]
En fin, es una obra extraordinaria que corre el riesgo de que pasemos ante ella como ante un cuadro religioso más, a no ser que dediquemos un rato a leer la estupenda ficha del catálogo.
Como ante el arte de siglos pasados no solemos tomar estas precauciones, somos una especie de migrantes en tierra extraña: incapaces de entender en realidad qué significa lo que vemos. Este es el riesgo de esta muestra.
Es un proyecto de primer orden, por su objetivo de esclarecer la historia, por la concentración de sabiduría de sus colaboradores, por la localización y reunión de las obras… y que sin embargo no sé si llegará a ser apreciado como tal por el gran público.
Personalmente, creo que, sin duda, este tipo de investigaciones son las que debe realizar un museo, aunque no se conviertan en las exposiciones más populares.
Olvidadizos y cainitas como somos los españoles, no solemos tener presente el hecho de que primero la Corona de Aragón y luego la monarquía española, tuvieron a Nápoles y Sicilia entre sus territorios –con algún intervalo– casi tres siglos (entre 1442 y 1713).
Cuando en 1506 entró triunfalmente Fernando el Católico en Nápoles, la ciudad contaba con alrededor de 150.000 habitantes y era, de lejos, la ciudad más poblada de sus reinos. Y la segunda de Europa, después de París.
Es interesante cómo tras su retorno a España estos artistas introdujeron el estilo renacentista y desplazaron el gótico
En los años siguientes, convertida en sede del Virreinato, se reunirán allí patricios, comerciantes, cortesanos y prelados (acababa de morir en Roma el papa valenciano Alejandro VI y su entorno buscaba mejor acomodo). Y por supuesto, también numerosos artistas, algunos procedentes de Italia, y otros de la península ibérica.
De Lombardía llegan dos españoles, el Maestro del Retablo de Bolea y el pintor Pedro Fernández. Desde España, Pedro Machuca, Diego de Siloé, Bartolomé Ordóñez y Alonso Berruguete. Entre los italianos, están Giovanni da Nola, Andrea Ferrucci y Cesare da Sesto.
Es en este escenario en donde se desarrolla esta exposición, que reconstruye e ilustra un episodio importante de la historia del arte renacentista. Un episodio mal conocido, además, porque fue sepultado por el deseo de construir la historia en su propio beneficio por los historiadores de la época (el célebre Vasari, por un lado y los autores napolitanos por otro).
El asunto central es la asimilación de lo que se llamó “la maniera moderna”, el gran arte basado en la revolución llevada a cabo por Leonardo, Rafael y Miguel Ángel, que resultaba de fundir el sentimiento y la vitalidad de las figuras que aportaba el primero con los modelos de belleza, más elaborados e idealizados, cercanos a la elocuencia y grandeza clásicas, que añadieron los últimos.
Todo ello fue troquelado en talleres de Roma, Milán y Florencia, y lo que estudia la exposición es el papel que tuvieron los artistas españoles, familiarizados con este estilo, en su traslado a la Italia meridional.
Y también, y esto a mí me resulta más interesante, cómo tras su retorno a España estos artistas introdujeron el estilo renacentista y desplazaron el gótico que aún seguía siendo dominante en la península.
Este es el contenido intelectual de la muestra, pero ¿qué nos ofrece un paseo por las salas? (que al parecer recrean los espacios de la arquitectura napolitana de la época). Para mí, algunos momentos de maravillada contemplación, sobre todo en lo que a la escultura se refiere.
No es de extrañar que Francisco de Holanda llamara famosamente a Machuca, Siloé, Ordóñez y Alonso Berruguete, “águilas del Renacimiento español”. Lo elevado de su arte merece el calificativo.
San Sebastián de Diego de Siloé o San Mateo y el ángel, de Bartolomé Ordóñez son obras maestras de la escultura en mármol. Pero no soy nada chauvinista y me parecen igual o más asombrosos San Juan Bautista, de Giovanni Marigliano, y San Benito, de Girolamo de Santacroce.
Entre los cuadros, me impresionó El descendimiento de la cruz, de Pedro Machuca, de una teatralidad y abigarramiento digno de El Señor de los Anillos. También Estigmatización de San Francisco, de Pedro Fernández, una escena casi onírica en su pureza y levedad.
Pero me acompañará un tiempo el Retrato de Sannazaro, de Paolo degli Agostini. Fue el humanista napolitano de más prestigio, y estuvo cincuenta años al servicio de la corte aragonesa. Sin complacencia ni reproche, en su mirada, que lo ha visto todo, cabe la sabiduría de toda una época.