En los primeros meses de la pandemia, cuando el mundo se paró, los museos cerraron y se cancelaron, pospusieron o redimensionaron proyectos expositivos en todas partes, algunos pronósticos apuntaban a un cambio de paradigma en el que se reduciría el número y el tamaño de las más ambiciosas exposiciones internacionales, las llamadas blockbusters, para potenciar las colecciones y las muestras de investigación. Aún lejos de “la normalidad”, verificamos que algo de esto hay si bien no hasta el punto de poder hablar de un giro radical. Es pronto para saber si volverá el movimiento frenético de obras y artistas a través de los continentes, cada vez más caro y complejo, pero podemos ya constatar una tendencia –que no es nueva pero que gana peso y significación– hacia las exposiciones mínimas que brindan disfrute máximo al espectador.
Los estudios sobre públicos coinciden: la duración media de la visita a una exposición es de 20 minutos
La clave es el tiempo. Los estudios sobre públicos coinciden: la duración media de la visita a una exposición es de 20 minutos y, en los museos, nuestro interés decae después de la primera media hora, dando paso a la “fatiga de museo”: cansancio físico producido por el museum walk –dos pasos, parada media de 20 o 30 segundos, dos pasos, parada…–, y cognitivo, por la hiperestimulación sensorial y la abundancia de información que resulta en saciedad. Nuestra capacidad de atención tiene límites. Directores y comisarios deberían tener en cuenta que una exposición con 200 o incluso 300 obras, o que requiere un tiempo de visionado (pienso en el videoarte) de veinte horas, agotará al visitante y le hará abandonar con la culpable sensación de no haber sacado todo el partido a lo que se le ofrecía.
Las exposiciones más breves nos hacen más felices. También los museos pequeños. Permiten la degustación lenta, por lo general sin aglomeraciones, la exploración de cada pormenor, la lectura detallada de textos de sala y cartelas. Aprendemos mejor. Hay temas que requieren un mayor desarrollo, por supuesto. Y no podemos obviar que la gran muestra que persigue el éxito de público es aún hoy axial en la economía museística, no solo por el número de entradas, catálogos y artículos de merchandising que permite vender sino también porque viene acompañada de las más generosas operaciones de patrocinio. Pero, como decía, son muchos los museos que están apostando por complementar su programación con atractivas exposiciones “menores” y vemos también esta apuesta por la parquedad en algunas secciones de ferias e incluso pabellones en bienales. El negocio de las galerías es ya, en buena parte, online por lo que el espacio físico puede dejar de ser “tienda” para convertirse en espacio de proyectos en el que priorizar lo intenso frente a lo extenso.
La obra invitada
En el extremo de la tendencia estarían las exposiciones de una sola obra, que constituyen una forma de comunicación con el público muy particular y que tienen su pequeña historia. En 1781 el pintor John Singleton Copley dio con la fórmula de la single picture exhibition con un cuadro de historia de ambición “cinematográfica”, La muerte del Conde de Chatham, que le brindó gran triunfo y buenos ingresos en la Great Room de Spring Gardens (Londres). Después, muchos artistas hicieron negocio exhibiendo obras únicas de grandes dimensiones. Ya se había iniciado la moda de los tableaux vivants y estos espectáculos pictóricos compartían con ellos los aires teatrales, pues se disponían sobre estrados y entre cortinajes, buscando el efecto de “presencia”. En Francia, Jacques-Louis David cobraba entrada para ver en su taller en el Louvre El rapto de las sabinas, que enfrentaba a un espejo para que los espectadores se contemplaran en él inmersos en la escena, y en la misma Inglaterra, prerrafaelistas como Holman Hunt adoptaron el modelo.
En Estados Unidos, en otro género –el paisajístico–, y en relación con otra moda para-artística, la de los panoramas, usaron esta herramienta de marketing Frederic Church, que batió todos los récords con su Corazón de los Andes en 1859, y Albert Bierstadt, que perfeccionó la escenificación de sus pinturas con el uso efectista de la iluminación, del suspense y del atrezzo: cuando en 1863 presentó Las Montañas Rocosas, rodeó el cuadro con su colección de piezas antropológicas indias y en 1864 montó en su cercanía un tableau vivant con indios auténticos que representaba un poblado. Ya en el siglo XIX las exposiciones eran un business internacional: tras protagonizar el Salón de 1819 con La balsa de la Medusa, Géricault la expuso en el Egyptian Hall de Picadilly, donde la vieron, previo pago, 40.000 personas, y hasta Manet probó suerte en él –y perdió, en un momento en que decaía el formato– al llevar La ejecución de Maximiliano en 1879-1880 a Nueva York y Boston.
En las últimas décadas, las one-work show han mantenido en parte esa vocación de evento multitudinario con, por ejemplo, la gira de La Velata de Rafael por tres museos estadounidenses (2009) o la exposición en el Brooklyn Museum (2018) de One Basquiat, la más cara obra subastada del artista hasta entonces, pero también se han transformado en acción artística con muestras como la de Spiritual America de Richard Prince en la galería del mismo nombre (1983).
¿Qué tipologías adoptan hoy estas pequeñas muestras? Podemos revisarlas con ejemplos en cartelera. En el Museo del Prado tenemos ahora dos. La primera es de investigación y de “contexto” (una obra de la colección que se rodea de otras relacionadas para mejor valorarla), Leonardo y la copia de Mona Lisa. Nuevos planteamientos sobre la práctica del taller vinciano, y la segunda responde a la modalidad muy extendida de “obra invitada”, que es en este caso La última comunión de San José de Calasanz, de Goya. A esta corresponde también el préstamo por parte de la colección Casa de Alba al Museo del Romanticismo de La bailaora Josefa Vargas, retrato de Antonio María Esquivel que se ha envuelto en un sugerente montaje, escenográfico.
En cartelera
Hay muestras que funcionan como “subrayados” en la colección: se sacan a salas obras que no se exponen habitualmente, a veces arropadas por algún préstamo. Son de este tipo las dedicadas al célebre fotógrafo decimonónico Gustave Le Gray en el Palacio Real y al artista barroco granadino José Risueño en el Palacio de Carlos V en La Alhambra. También encontramos las clásicas presentaciones de adquisiciones: el CGAC ha llevado diez de las suyas (con tema marítimo) al Museo do Mar en Vigo y el Museo de Navarra presume estos días de los Catorce más artistas con los que actualiza su colección. Además, el Artium muestra sus compras a Lorea Alfaro contextualizadas por una mínima exposición.
Hay muestras que funcionan como “subrayados” en la colección: sacan obras que no se exponen habitualmente
No pocos museos cuentan con salas o espacios en los que desarrollan estas líneas complementarias a la programación principal. Así, tenemos ahora las máquinas parlantes de Alegría y Piñero en el Laboratorio 987 del MUSAC; la conmemoración dantesca El museo como Divina Comedia en el Rincón Rojo del Museo Nacional de Escultura; el proyecto Ça-a-eté? Contra Barthes de Joan Fontcuberta en la Sala Miserachs de La Virreina; o la proyección de una película de Eric Baudelaire en la Sala Z de Artium. Pero a veces las exhibiciones temporales ocupan ambientes inusuales: en el CA2M vemos hoy una instalación pictórica de An Wei en la cafetería y otra escultórica de Elena Alonso en la terraza.
Y algunas galerías han respondido al reto de la exposición abreviada. Saboreen en Nogueras Blanchard el sutil intercambio de forma, peso y textura que propone Perejaume entre una piedra y un tronco, en un montaje que los monumentaliza y que suma una sola obra complementaria –la muestra se titula Dos– y demórense en el recorrido de las 4.500 postales de paisajes nevados que conforman la instalación de Oriol Vilanova, protagonista casi única de su individual en Elba Benítez. Tienen el tiempo de su lado.