La máscara ha ido siempre de la mano de lo secreto, lo oculto y clandestino. Lo veíamos hace unos meses en la serie de esculturas que Fernando Sánchez-Castillo dedicaba a los héroes anónimos de los movimientos sociales, en su exposición en la galería Albarrán Bourdais de Madrid, cuando transfería los icónicos pasamontañas de las Pussy Riot a piezas de bronce, esforzándose en mantener cada detalle de los textiles originales. Y sobrevuela también la exposición de la cubana Belkis Ayón, ahora en el Museo Reina Sofía, con todas esas estampas inquietantes que utilizó para hablar de la sociedad secreta Abakuá, masculina y de origen africano.
En la historia del arte las máscaras se han asociado a los movimientos de vanguardia, donde las de las culturas primitivas tuvieron especial peso. Están muy presentes, por ejemplo, en Las Señoritas de Avignon de Picasso, que las coleccionó y, años más tarde, fueron un recurso habitual en las famosas fiestas de la Bauhaus, reformuladas a través de diseños como los de Oskar Schlemmer en un momento en el que lo escenográfico y lo plástico fueron de la mano. Los artistas han dado una y mil vueltas a nuestro rostro, deformándolo, cubriéndolo y desnudándolo. Gordillo lo ha pintado de manera casi obsesiva y Carmen Calvo le ha superpuesto máscaras, antifaces, cruces y pelo.
Los artistas han dado una y mil vueltas a nuestro rostro, deformándolo, cubriéndolo y desnudándolo
A todo este repaso de los usos y revisiones de la máscara, hay que sumar el del carnaval, con ese deseo irrefrenable de transgresión, la commedia dell'arte y un generoso grupo de fotógrafos que han reflexionado a través de ella sobre nuestra identidad, maquillaje incluido. Sin olvidar, ya recientemente, el uso de las mascarillas quirúrgicas al que ya nos hemos acostumbrado: ahora la amenaza son los rostros al descubierto, y no los tapados, que nos recuerdan nuestra propia vulnerabilidad.
Esta es la idea con la que se cierra la exposición La máscara nunca miente, en el CCCB de Barcelona, en la que sus comisarios, Jordi Costa y Servando Rocha, reflexionan sobre los distintos usos políticos que se le ha dado a este objeto. Se apoyan en el trabajo de artistas, en hitos del cine o cómics. Comienza con la película de Griffin El nacimiento de una nación (1915) y un análisis del desarrollo en el tiempo de la indumentaria del Ku Klux Klan, y tiene un episodio dedicado a Fantômas, el archivillano de la literatura francesa de comienzos del siglo XX que sirve aquí de excusa para hablar de los ficheros de rostros criminales de la policía, que inspiraron a tantos artistas.
La muestra analiza el uso del pasamontañas por parte del ejército zapatista como operación para crear una imagen unificada del colectivo. Y le da una vuelta a emblemas como la máscara de Anonymous, que ha sido vestida en contextos ideológicos diametralmente opuestos. Pero quizá el ámbito más atractivo del montaje sea el dedicado a 'El cabaret espectral'. Recoge la reacción que siguió a la II Guerra Mundial, con la reivindicación de la máscara como elemento mágico y transformador, en un momento en el que la iconografía de las antigás y los rostros mutilados por la guerra formaban parte del imaginario colectivo. Es la época del Dadá y del Cabaret Voltaire, que en la muestra se trata a través de representantes femeninas como la creadora y hechicera Lavinia Schulz y, algo posteriores, Kati Horna, Remedios Varo y Leonora Carrington, esta última representada con las máscaras y el vestuario que diseñó para su pieza escénica Opus Siniestrus; a los que se suma Schulz con dos figurines y aparatosos vestidos para sus coreografías.
Estos mimbres teatrales conectan con las piezas que Joan Miró diseñó inspirándose en la obra de teatro de Alfred Jarry Ubú rey (1896). Con ellos arranca Personae. Máscaras contra la barbarie, un proyecto comisariado por Imma Prieto a partir de la colección de Es Baluard Museu, en Palma, en el que encontramos varias piezas realmente sorprendentes. El título juega con el origen etimológico de persona, que significaba máscara y era lo que se ponían los actores para llevar a cabo sus papeles en el teatro clásico.
Las obras de Miró son el punto sobre el que crece la muestra. Se trata de cuatro marionetas hechas con pintura, telas y todo tipo de materiales, piezas vivas de casi 2 metros de altura pensadas para que las vistieran los actores. Incluye además los libros y dibujos que el artista realizó entre 1966 y 1978, año en el que representó la obra de teatro Mori el Merma (Muere el muermo) que retrataba la figura de un dictador y que, curiosamente, no fue censurada en el momento. Iluminadas de manera muy teatral, estas obras conviven con una pieza sonora de Robert Wilson, conocido por su teatro experimental, que da voz a estos títeres.
La muestra continúa en las siguientes salas con pinturas y dibujos de Picasso, Modigliani, Baselitz o Saura, que son un reflejo de cómo se han representado el cuerpo y el rostro en la pintura, influidos siempre por lo político. Son, la mayoría, piezas creadas a partir de 1945, después de las dos grandes guerras, en ese momento en el que Adorno proclamaba que después de Auschwitz no se podría volver a escribir poesía.
Miriam Cahn, Bel Fulana y Shirin Neshat son algunos de los nombres que cierran el recorrido. En el fondo, una cuestión: ¿Permite el mundo en el que vivimos conocer realmente quiénes somos, con o sin máscaras? Dos nuevas propuestas que se suman al minucioso estudio que ya realizó el Museo Carmen Thyssen de Málaga en 2020 con su Máscaras. Metamorfosis de la identidad moderna.