El 28 de abril de 1992 fallecía en Madrid Francis Bacon. Para entonces ya era el pintor británico más importante de la segunda mitad del siglo XX, mal que les pese a los admiradores de David Hockney. No sé hasta qué punto en ese juicio desfavorable al jovial representante del Arte Pop pesa el dictamen de un reputado historiador del arte como fue Harold Osborne, que refiriéndose a Bacon escribió: “No cabe duda de que buena parte de su extraordinaria popularidad se debe a la extraña fascinación que lo asqueroso y repulsivo ejerce sobre los críticos, al igual que sobre el resto de la gente”.
Aunque displicente, creo que Osborne tiene razón. Pero lo que dice es la mitad de la verdad. La otra mitad es que los cuadros de Bacon son profundos, suntuosos y bellos. Y creo que es finalmente por esto, y no por una atracción morbosa, por lo que han logrado nuestra estima. Es suntuoso su delicado cromatismo, son bellas las composiciones, que insertan en espacios llenos de personalidad figuras que se disuelven. Sus escenas, en las que los cuerpos desbordan de angustia y energía cinética, valen por una página de Sartre. Y como sucede con toda gran obra de arte, estos cuadros muestran algo de nosotros mismos que nos resulta habitualmente inaccesible y que gracias a ella contemplamos de frente. En este caso, muestran lo repulsivos y lo bellos que somos.
Compartieron años de amistad y la pertenencia a la Escuelade Londres, ese bastión de pintura figurativa que resistióa la abstracción
Francis Bacon falleció en Madrid diez días después de su llegada, tras viajar en contra de la opinión de su médico (poco antes había pasado por una operación importante). Vino para asistir a los preparativos de una exposición individual, con la que se inauguraba la sede madrileña de la galería Marlborough (la muestra constó de siete cuadros y cuatro trípticos, junto con una veintena de obras gráficas). Y también para estar cerca de quien fuera su compañero sentimental desde hacía cuatro años. Ahora, como si todo aquello se reflejara en un espejo empañado, los acontecimientos vuelven a coincidir: se celebra en la misma galería una exposición de su obra gráfica y circula la noticia de que han salido a la luz dos de los cinco cuadros que en su día le fueron sustraídos al amigo español del pintor.
Francis Bacon realizó una obra gráfica especialmente cuidada y controlada. Imprimió exclusivamente aguatintas y litografías de una precisa selección de 35 de sus pinturas, fechadas entre 1965 y 1991. Trabajó con algunos de los mejores impresores de Europa, utilizando a veces papeles de gran formato (hasta 178 cm de altura en algún caso). Entre las obras que se muestran en la galería hay ejemplos de varias de sus series temáticas. Destaca, en todo caso, Second Version of Triptych, 1944. Esta litografía de más de tres metros de base, impresa en 1989, es una versión de la famosa Crucifixión que cuando se expuso en 1944 causó una conmoción en el arte europeo. La seguirá produciendo en cualquiera que la vea ahora por primera vez. Lo menos que se le ocurre a uno pensar es que es un cuadro peligroso. No para el cuerpo sino para el espíritu. Pero lo interesante es que si bien Bacon abandonó pronto ese mundo de bestias encadenadas y se centró en la figura humana, sus cuadros no se hicieron por eso menos animales. Es difícil captar en un cuadro el alma del retratado, pero debe ser igualmente difícil pintar y pintar seres humanos y lograr que todos carezcan de alma en absoluto. Son pura anatomía y eficientes circuitos neuronales, pero ni un átomo de compasión o empatía. Incluso en una difusa frontera entre lo que es cuerpo y lo que es sólo carne podemos situar Study for the Human Body from a Drawing by Ingres (1984) y el poderoso Triptych Inspired by the Oresteia of Aeschylus (1981), los dos en la exposición. Pero todo ellos, como decía, despliegan malvas trémulos, naranjas descabellados y una maravillosa gama de azules.
“Quiero que la pintura se convierta en carne, sé que mi idea del retrato se deriva de la insatisfacción que me producen los retratos que se parecen a la gente”. Podríamos creer que esta frase es de Bacon, pero no, es de Lucian Freud (Berlín, 1922 - Londres, 2011), con quien el irlandés convive en esta exposición. Compartieron también largos años de amistad y la pertenencia a la denominada Escuela de Londres, ese bastión de pintura figurativa en el que junto a Frank Auerbach, Ronald B. Kitaj, Leon Kossoff y Paula Rego, entre otros, resistieron a las corrientes abstractas que dominaban el panorama internacional a mediados del siglo XX. Más allá de esa relación histórica, no hay nexos entre uno y otro pintor en el contexto de esta muestra. Freud participa sólo con 6 obras, frente a las 30 de Bacon y todas son posteriores a la muerte de éste. Se trata de una exposición con los fondos de obra gráfica de dos artistas de la galería, en una reedición de otras anteriores, pero no hubiera estado mal armar alguna clase de relato o dispositivo que le añadiera una chispa de personalidad. O quizás no le haga falta. Las obras de Bacon, ya lo hemos visto, bien merecen la visita. Las de Freud, primeros planos de rostros impuestos en el papel con trazos negros, monumentales y directos, cumplen lo que se espera de uno de los renovadores del retrato en el siglo XX.