Arte y vida estuvieron imbricadas de modo recíproco en la práctica artística de la fascinante y excéntrica Lygia Clark (Belo Horizonte, 1920 - Río de Janeiro, 1988), y por ello siempre es grato y emocionante acudir a explorar alguna de sus muestras. Pionera de la abstracción neoconcreta a mediados de los años 50, coetánea de las investigaciones experimentales de Oteiza –con la que coincidió en la Bienal de São Paulo de 1957– su exploración formal se expandió a cuestiones que problematizaban con la idea de obra, de artista y espacio de recepción. La muestra La pintura como campo experimental, 1948-1958 que acoge el Museo Guggenheim de Bilbao, ha optado por presentar una lectura restringida de su avatar creativo, como queda definido en el título.
Siempre es fascinante confrontarse con la obra de Clark, aunque esta muestra impele a una revisión más exhaustiva
Tres ejes estructuran esta exposición que a su vez se distribuyen en tres salas contiguas: Los primeros años, 1948-1952; Abstracción geométrica, 1953-1956, y Variación de la forma:la modulación del espacio, 1957-1958. En el primero se definen sus primeras tentativas eclécticas, muy deudoras de resonancias diversas desde Torres García a Fernand Léger, con quien estudió en su estancia parisina entre 1950 y 1952. Será a partir de ese momento cuando su genuina abstracción geométrica dé forma a composiciones cromáticas modulares de geometrías prismáticas y agudas formas triangulares. El violonchelista o Escalera(los dos de 1951) son pinturas destacables de ese periodo.
Lo verdaderamente interesante se inicia a partir de 1952 cuando se acerca a los postulados del Arte Concreto, a saber: el primado de la forma pura, de la imagen-idea que termina configurando una imagen-objeto mediante campos cromáticos y ritmos formales. La herencia plural de Arte Concreto –de Mondrian, van Doesburg, Kandinsky a Max Bill– descubrirá declinaciones nuevas en el contexto brasileño de los años 50. Ahí se encontrará, a partir de 1954, Lygia Clark con artistas como Franz Weissmann, Lygia Pape y otros con los que en 1959 firmará el Manifiesto Neoconcreto donde se vindicaba la recepción fenomenológica de las obras que no son una máquina ni un objeto sino un “casi-cuerpo”.
En ese periodo su investigación modulará los primeros hallazgos formales de su abstracción temprana. Un nuevo diálogo transversal entre las artes, el diseño escenográfico y arquitectónico se acompañará de nociones inéditas. Así, la de la “línea orgánica”, que surgiría como frontera o vacío delineados entre los componentes o superficies que modularán sus puzles, y que será relevante en las series de ese periodo. Descubrimiento de la línea orgánica (1954) vendría a sintetizar ese enfoque. De modo paralelo, una deconstrucción del marco permitía imaginar una nueva expansión de la pintura al espacio, como quedará manifestado en las diferentes versiones de Rompiendo el marco (1954). Los campos monocromos de sus pinturas y sus composiciones activarán asimismo una reminiscencia de Malévich o de Albers. Una densidad poética encantadora se enuncia también mediante los sutiles juegos cromáticos de esas piezas.
Pero es en la tercera sala donde el despliegue formal de su poiesis constructiva se muestra con mayor fortuna. El óleo dejará paso a la pintura industrial y los planos de color se montarán produciendo delicados relieves. Las múltiples variaciones que acoge bajo la denominación Planos en superficie modulada, (1957-1958) o Espacios modulados (1958) o su célebre Contra relieve (1959) son los emblemas más destacados de esta muestra fascinante que deja un sabor agridulce dado que desearíamos poder seguir en la aventura experimental de Clark en los años posteriores. Esa atención pragmática y fenomenológica que había dispuesto en sus investigaciones formales tendrá un desarrollo más radical a partir de 1958. Justo lo que no se expone.
Por todo ello, la sensación que emana esta exposición es que la limitación a 1958 resulta algo arbitraria dado que esta “a-tista espiral”, como la denomina cabalmente Paulo Miyada en un magnífico texto incluido en el catálogo, fue expandiendo sus experimentaciones formales más allá de sus piezas hacia acciones y diálogos transversales con el espacio expositivo y las afecciones de los cuerpos y la experiencia de los públicos. Tras su serie Capullos (1958), en 1960 inicia otra que llamará Bichos: unas esculturas que pueden ser manipuladas y reconfiguradas por el público. Las derivas prag-máticas, performativas y psicoanalíticas cifrarán sus investigaciones posteriores con la consiguiente puesta en crisis de las nociones de autoría y obra, como se pudo ver en la retrospectiva que la Fundación Tàpies le dedicó en 1997. Con todo, siempre es fascinante confrontarse con las creaciones de Clark aunque sea de modo restringido a un determinado periodo. Un diálogo in media res que impele a una revisión más exhaustiva por venir.