Nuestra sociedad es adicta a la velocidad. Más rápido significa mejor, así de simple. Y aunque en lo que se refiere al transporte hemos alcanzado un límite difícil de superar, la velocidad sigue aumentando en el ámbito de la comunicación y de la transmisión de datos. Más rápido, como he dicho, siempre es mejor. Nos lo repite cualquier campaña de publicidad, sea de telefonía móvil, de paquetería o de trenes. Hubo un tiempo en que se pensaba que una mayor rapidez en la realización del trabajo, nos otorgaría porciones de tiempo libre, enteramente a nuestra disposición. Hoy sabemos que no es así: la velocidad es omnívora y se traga lo que le ofreces y lo que no. La realidad es que la rapidez nos vuelve impacientes y ahorrando tiempo finalmente nos ahorramos la vida.
Si comienzo con estas reflexiones es porque la cuestión de la temporalidad es central en la obra de Bill Viola. La lentitud característica de sus creaciones las convierte en algo sumamente exótico y para las generaciones que han crecido con un móvil en la mano, en sencillamente insoportable. Esa lentitud es una forma de disidencia o subversión, por cuanto contradice el espíritu y la letra que rigen nuestro mundo. Pero qué otra cosa es o debería ser el arte, sino un contrapunto del orden social y de los imaginarios que lo sustentan.
La cuestión de la temporalidad es central en la obra de Bill Viola. la convierte en algo sumamente exótico
Bill Viola (Nueva York, 1951) es uno de los grandes artistas vivos y un nombre fundamental del videoarte. Desde los comienzos de su trayectoria, a finales de la década de 1970 y hasta hoy, se ha ocupado de los mismos temas, incluso del mismo tema. En la exposición figura una frase grandilocuente, pero que centra perfectamente su trabajo: “Para mí, el arte es el proceso de despertar el alma”. Y efectivamente, su obra es una indagación en la dimensión espiritual del ser humano, a través de símbolos ancestrales como el fuego o el agua, la elevación o el hundimiento. Sin palabras, sin música, se nos muestran como experiencias desnudas y universales, más allá de cualquier adscripción religiosa concreta (si bien dichos símbolos están presentes, de un modo u otro, en todas ellas). Es significativo este anudamiento entre las tecnologías de la imagen más sofisticadas y las intuiciones primordiales de la humanidad. Porque antes incluso de ponerles nombre o encasillarlas en una tradición, sentimos asombro y reverencia ante el rostro del bebé y del moribundo, ante el poderoso silencio en que transcurre el tiempo, ante la naturaleza imperturbablemente generosa. Y, como digo, parece que incluso hoy, en que hemos sido capaces de medir y explicar todas estas situaciones, su capacidad de fascinación y revelación no está agotada. Para mejor explorarlas, Viola maneja los símbolos mencionados con una distorsión temporal que funciona como una lupa, permitiéndonos ver lo que el paso normal del tiempo hace invisible y la velocidad borraría como si fuera lija. La lentitud es su pincel.
En los últimos años se han celebrado en España varias exposiciones de Bill Viola. El Guggenheim de Bilbao le ha dedicado cuatro desde su inauguración, la última en 2017. Se celebró otra en la ciudad de Cuenca, al año siguiente. Y la que aquí comentamos se ha exhibido previamente en la Fundació Catalunya-La Pedrera. En Madrid, sin embargo, hace décadas que no teníamos una oportunidad como esta. Con un interés doble: están presentes algunas de sus primeras obras, que se muestran pocas veces y, por otro lado, la limpieza y amplitud del montaje permite sumergirse en cada una de las piezas. Me desconcierta en cambio la (al menos aparente) arbitraria selección de las obras, porque Espejos de lo invisible, que así se titula la muestra, podría haber acogido estas u otras creaciones.
Podemos ver una de sus primeras obras, El estanque que refleja (1977-1979) y a pesar de su tosquedad, es una demostración indiscutible de que el videoarte merece ese nombre. Por su parte, Mártires (2014) muestra a tres hombres y una mujer sometidos a la violencia de los elementos, hasta alcanzar una especie de liberación. Estudio para un aparición (2002) es manifiestamente pictórica y se inspira en una Piedad de Masolino, pero ahí acaba el parecido, pues Viola intercambia los significados y quien emerge de las aguas en lo que parecería un nacimiento es en realidad un cadáver. Una de mis obras favoritas es El quinteto de los sobrecogidos (2000), un estudio de las emociones y su expresión que justifica que le hayan calificado de “Caravaggio de alta tecnología”. La obra más reciente es también la más personal: Autorretrato sumergido (2013). Responde literalmente a su título y es una plácida metáfora del poder del agua, fuente de la vida y cuna del olvido. Viola se nutre del misticismo cristiano, del sufismo y del budismo zen. De hecho, algunas de estas obras han sido encargos de instituciones religiosas (¡qué envidia!), como la londinense catedral de San Pablo. Pero más allá de lo confesional, trabaja desde la convicción de que sagrado y profano se superponen cuando enfocamos las situaciones límites de lo humano: nacimiento, muerte, dolor, amor, búsqueda de sentido. En la economía de la atención, que es hoy en día la materia prima del capitalismo, su obra nos entrena para resistir y no ser despojados del último reducto de vida privada que nos queda.