Sin título, como toda su obra, o como cualquiera de las múltiples exposiciones que ha realizado en sus más de treinta años de producción artística, la nueva muestra que la Pinacoteca de São Paulo dedica a Fernanda Gomes (Río de Janeiro, 1960) es probablemente la mayor que la artista ha realizado hasta la fecha. Planteada a partir de un deseo de recapitulación, un formato que este museo maneja especialmente bien desde la llegada a la dirección de Jochen Volz, el modelo inédito que caracteriza cada montaje de Gomes ha dado como resultado una personalísima forma de abordar esta retrospectiva que no renuncia al frescor de lo nuevo.
Fernanda Gomes, cuya presencia en España se limita casi exclusivamente a dos proyectos específicos, en la Capilla del Museo Patio Herreriano (2005) y en Abierto X Obras de Matadero (2008), es sin embargo una de las artistas brasileñas cuya carrera ha tenido mayor empuje internacional en las tres últimas décadas. Protagonista el pasado año de una gran exposición en la Secession de Viena, o en el Museo Jumex de Ciudad de México en 2018, su nombre sigue ocupando los elencos de las grandes citas e instituciones.
Esta exposición recorre la totalidad de la obra de Fernanda Gomes introduciendo en las salas trabajos de sus diferentes etapas. Emociona ver algunas de sus frágiles estructuras tejidas con cabellos, o las pieles creadas con los papeles de sus colillas, que coexisten con el mobiliario diseñado por la artista, producido en serie –cajones, caballetes e incluso estancias prefabricadas–, con el que convive en su estudio y en su casa. El proceso de trabajo pasa también por las calles de su ciudad, donde recupera maderas nobles pertenecientes a los suelos y muebles descartados de los históricos edificios de Copacabana. Todo ello se distribuye de un modo inenarrable, como si de una ciencia exacta se tratase, introduciendo múltiples objetos casi ocultos: piedras de río, la hoja de un árbol que reproduce el movimiento de su caída al contacto con cualquier corriente leve de aire, monedas, copas rotas, canela que imita serrín, esferas de madera que ruedan por la sala al menor roce o halos de luz casi imperceptibles que completan una leve estructura suspendida del techo… El repertorio es ilimitado.
El trabajo de Fernanda Gomes seduce por su contención, por no haberlo convertido en una fórmula
Los acabados de las piezas destacan por un aparente abandono, por una gama de blancos inaudita, nunca impolutos, sino más bien marcados por el uso, por el trasiego que imprimen en este caso tres interminables semanas de montaje en las que es la artista, en una pactada soledad, la encargada de mover a diario, durante interminables jornadas, todo lo que allí convive. El montaje de la Pinacoteca une siete salas comunicadas por un pasillo central a través de una instalación que es el verdadero eje que vertebra el recorrido retrospectivo, que nos permite no perder el hilo y conecta visualmente estos espacios que pasan de conjuntos de resuelta limpieza, a otros en los que parece reproducirse su estudio, o donde se efectúa un guiño al modelo expositivo de la institución.
Brillante en el saber hacer con casi nada, la obra de Gomes cobra hoy más que nunca un carácter decididamente político. Afrontar la actualidad en un país como Brasil, barrido tras los recientes acontecimientos políticos, convierte una exposición de estas características en un alegato que transita por lo autobiográfico de manera abrumadora, vinculando a vivencias que atraviesan su relación con el entorno más cercano, otras referidas a lo más alejado, ese Brasil que no se ve, pero que existe, y sus cotas de realismo que superan todo lo imaginable.
Pese a ser ya perfectamente reconocible, en Fernanda Gomes existen sutiles referencias que van de la vanguardia rusa al minimalismo estadounidense, o a un profundo interés por Bauhaus y la escuela de Ulm. Subyace también un eco a Brancusi, tanto en lo formal como en su modo de pensar la imagen fotográfica que resta de la escultura. Tampoco puede evitar deducirse cierto vínculo con Eva Hesse, y por supuesto con Robert Ryman, por quien la propia Fernanda reconoce una gran admiración. En Brasil, probablemente la obra de Gomes jamás sería la misma sin figuras como Artur Barrio, Willys de Castro, Mira Schendel o Antonio Dias.
El trabajo de Fernanda Gomes seduce por su contención, por no haberlo convertido en una fórmula y no haber renunciado a la escala humana. Quizás, al contrario que muchos de los artistas de su generación, su evolución no ha ido en la dirección de una espectacularidad basada en ampliar la proporción hasta la pérdida de significado. Por eso, cada montaje se convierte en un alegato contra el tiempo que nos ha tocado vivir. Pensar que cada objeto aquí contenido, y hay cientos, ha sido depositario del calor de las manos de la artista, y desplazado hasta la obsesión para ocupar el lugar exacto en que su efecto es activado, da idea de la importancia de su presencia y del respeto por los tiempos en que el arte sucede.
Pocas veces uno se ve asaltado por la evidencia de haber visto algo cuyo recuerdo lo acompañará por siempre. Como reza el texto que José Augusto Ribeiro, comisario de la exposición, ha escrito para el cuidadísimo catálogo, se propone una experiencia integral, múltiple y única, sin posibilidad de repetirse en otro tiempo, y mucho menos en otro lugar. Así es.