No hace mucho, hablar de raza, feminismo, ecología o identidad era, en el ámbito de los museos, un signo de exotismo. En la coyuntura actual, es casi una prueba de pertenencia, un elemento que aúna a organizaciones culturales de todo tipo. El arte contemporáneo, al que tantas veces se ha acusado de elitista o de estar alejado del público, se ha hecho eco de las preocupaciones de la gente y de las fuerzas que movilizan a la sociedad. Además, el discurso decolonizador ha calado en las instituciones, cuestionando el universalismo eurocéntrico, que hace apenas unas décadas carecía de fisuras. Museos canónicos o imperiales, como el MoMA de Nueva York o el British Museum de Londres, interpelan a sus propios fundamentos discursivos, con más o menos éxito.
Esta aparente apertura se suele cerrar, sin embargo, en el momento en el que la práctica artística traspasa determinados límites o convenciones. La historia del siglo XX está llena de actos de rechazo y censura. En 1926, el gobierno de Estados Unidos denegó la importación de una escultura de Brancusi, Pájaro en el espacio (1912), alegando que no era arte, sino diseño industrial. Para las autoridades aduaneras, todo objeto artístico debía de representar formas naturales o humanas. Ese no era el caso de la pieza del autor rumano. En un orden más político, en 2004, la exposición de León Ferrari, en el Centro Cultural Recoleta de Buenos Aires, fue clausurada por mostrar obras que supuestamente atentaban contra la religión católica. Dos años más tarde, el artista argentino recibía el León de Oro en la Bienal de Venecia. Se diría que, como el ser humano, la sensibilidad avanza a partir de derrotas. Ahora bien, los criterios cambian, lo que ayer no era aceptado hoy puede serlo y al revés. ¿Cuáles son nuestros límites? ¿Qué barreras no se nos permite cruzar y por qué?
El mundo del arte contemporáneo viene marcado por dos tendencias antitéticas. Por un lado, se tolera e incluso favorece la representación de determinados contenidos, siempre que, al final, una estructura basada en la posesión, la precariedad y la exclusión social permanezca inmutable. Se producen trabajos críticos, pero en ediciones limitadas, que cercenan el acceso de todos. Se refleja la miseria de la humanidad, mas los derechos de los agentes culturales siguen sin analizarse. Se admite la divergencia como una idea abstracta, no el cuestionamiento de la institución y sus funciones cotidianas.
Al mismo tiempo, estamos siendo testigos de la reaparición de injerencias autoritarias por parte de quienes intentan imponer sus intereses particulares o partidistas sobre el bien general. En Almería, Rafael Doctor, director del Centro Andaluz de la Fotografía, fue cesado por “falta de confianza”, a pesar de haber llegado al cargo participando en un concurso público conforme al código de buenas prácticas. En el Ujazdowski Castle de Varsovia nos encontramos con un caso similar. Con el fin de restringir un programa que los responsables políticos del país consideraban demasiado cosmopolita e intelectual y asentar, en su lugar, uno más “asequible” y “nacional”, se ha colocado al frente de este centro a alguien que está siendo objeto de múltiples críticas por su trayectoria profesional. Todo ello está en la línea de lo que hace unos años sostuvo Matteo Salvini en Italia: los museos públicos deben ser dirigidos por italianos y centrarse en la cultura italiana. El resultado, como es sabido, fue que muchos profesionales abandonaron el país. Nunca el término nacional ha sido utilizado de un modo tan restrictivo.
Las guerras culturales han existido siempre, de una forma u otra. Son fundamentales en la conquista de la hegemonía política. A menudo se compara la situación actual con la de los años treinta del siglo pasado. Las semejanzas son evidentes, también las diferencias. Como entonces, nos hallamos inmersos en una pugna de ideologías. No obstante, si en el pasado esta era sistemática, en el presente es caótica. Buscamos decolonizar el museo, pero ¿cómo cuestionar la norma, cuando parece que esta no existe? ¿Cómo desvelar la mentira, en la era de la post-verdad, cuando todo es una cosa y la contraria? Frente a un sistema de franquicias, homogéneo y descontextualizado, en el que las opciones son intercambiables, la solución reside en plantear un museo situado. Un museo que se activa a nivel local, a la vez que actúa en el mundo, incorpora aquellas voces silenciadas por la historia, propone un relato histórico de ciclo largo y nos hace entender que vivimos sumidos en un orden social que muta sin cesar. Las falacias y los silencios de ayer son las verdades y las potencias de mañana.
A pesar de que las prácticas colaborativas y relacionales definen nuestras sociedades interconectadas, el principio de la propiedad individual y la competencia sigue constituyendo su eje vertebrador, quedando siempre al borde del colapso la reconstrucción del espacio público y la producción de la vida. Si bien los museos son estructuras de poder, son al mismo tiempo espacios en los que se conserva y
estudia un legado histórico, que no es patrimonio de unos pocos, sino de todos. Frente a la noción de propiedad surge la alternativa de lo común, que se refiere a aquello que nos pertenece a todos y que es también aquello en cuya redefinición participamos de manera constante. Lo común nos permite terminar con uno de los conceptos clave del neoliberalismo: la del emprendedor no solidario, cuya némesis ha sido, desde la crisis de 2008, el hombre endeudado. Pensar desde lo común acaba con la dualidad triunfador-perdedor e introduce, por el contrario, la voluntad de “compartir” y “cuidar”. El cineasta y artista filipino Kidlat Tahimik ha tratado este tema en películas como ¿Por qué el amarillo está en el centro del arco-iris? (1994). Para Tahimik la noción de cuidado (en tagalo: kapwa, ser en el otro) supone una ruptura de la lógica neoliberal, que nos empuja a permanecer recluidos en nuestros egos, atrapados entre el disfrute narcisista de éxito personal y el malestar del fracaso.
Es imprescindible, por tanto, proteger las propuestas de los museos y a los artistas que trabajan en ellas. Es asimismo esencial replantear sus funciones de acuerdo con las nuevas necesidades de la sociedad. Debemos defenderlos, haciéndolos más abiertos y participativos. Y eso, como sostiene Chantal Mouffe en otro contexto, solo es posible pensándolos de un modo separado del neo-liberalismo económico, es decir, no considerando el museo en términos de beneficio empresarial, sino afianzando su vocación de servicio público.