Los ambientes inquietantes y la atmósfera tétrica envuelven las fotografías de Francesca Woodman (Denver, 1958 - Nueva York, 1981). Habitaciones destartaladas, cuerpos semidesnudos y un intimismo personal son algunas de las cualidades que se desprenden de las 102 obras que se han reunido en On being an angel que inaugura la Fundación Canal. Aunque de ella se ha dicho que era una persona excéntrica, provocadora y que estaba obsesionada con su cuerpo y con la búsqueda del yo, Anna Tellgren, la comisaria de la muestra, afirma que también fue una persona alegre y divertida.
A los 13 años su padre, que era pintor, le regaló una Rollei japonesa de imitación y empezó a retratar los lugares en los que pasó su infancia: entre Boulder, un pueblo de Colorado, y la campiña italiana, donde veraneaban. Su talento precoz hizo que alcanzara la madurez artística a una temprana edad y durante el periodo de formación en Rhode Island. “Era muy creativa y al mismo tiempo muy sensible, lo que le llevó a tener muchos altibajos durante su vida”, explica Tellgren, conservadora del Moderna Museet de Estocolmo. De hecho, en enero de 1981, con tan solo 23 años, Woodman se dejó caer por la ventana de la casa en la que vivía en el Lower East de Nueva York.
A pesar del breve periodo de actividad de Woodman, este fue muy productivo y fecundo. En vida imprimió cerca de 800 negativos de los miles que tuvo ocasión de tomar. El grueso de su producción la acometió entre 1975 y 1978 en la Rhode Island School of Design, donde conoció a Aaron Siskind. “Trabajó la fotografía clásica y en blanco y negro, conocía lo que habían hecho sus predecesores y le interesó el pequeño formato, cuadrado y el autorretrato”, reflexiona la comisaria que para su trabajo habló con los padres de la artista y visitó su estudio en Nueva York. Fueron ellos los que le dijeron que “no querían una exposición cronológica sino temática”. Y es que Woodman volvía a algunos temas de manera recurrente.
Durante sus estudios Woodman demostró tener un talento poco usual, lo que le granjeó una beca con la que pudo realizar un curso en Roma. Allí, experimentó con la luz, las sombras y los espejos y sus imágenes empezaron a tener un poso surrealista. En la serie Autoengaño “se ve cómo usa los reflejos para dotar de un interés mayor a su trabajo", comenta la comisaria. A su vuelta a Rhode Island acabó su formación y como parte del proyecto final expuso una serie de gran formato (cuatro de ellas se muestran en la Fundación Canal) bajo el título Canción del cisne en la que “coloca la cámara en alto y el disparo programado”.
No tardó en trasladarse a Nueva York con el firme propósito de labrarse un futuro como fotógrafa profesional. Sin embargo, el destino le deparaba otras situaciones. A pesar de que envió su obra a galerías y estudios de fotógrafos, “trabajó como asistente y como modelo y en un momento dado se planteó la opción de dedicarse a la fotografía de moda”, apunta Tellgren. Fue al descubrir el trabajo Deborah Turbeville y aunque quiso conocerla esto nunca sucedió. Entonces, “empezó una serie en color en la que el interés lo tiene la vestimenta pero nunca las publicó, las consideró pruebas”.
Observar los detalles de sus instantáneas requiere acercarse mucho a la imagen y en esa cercanía Woodman transmite su gran inventiva, ese carácter alocado y divertido que le caracterizó desde pequeña. Pero también transmiten una claustrofobia de la que es difícil desprenderse. Uno de los temas a los que regresó en más de una ocasión fueron los ángeles, un motivo con el que se identificaba. Pero sus ángeles son figuras decadentes tomadas en edificios abandonados, en habitaciones destartaladas, con claroscuros sinuosos y tétricos. “Cuando estuvo en Italia pudo ver muchos ángeles en las iglesias y puede que esto la inspirase. De modo que en su obra reflexionó en torno a ello y la serie abre muchos debates”, opina Tallgren.
En esas habitaciones desvencijadas “su figura se funde con los papeles rasgados de la pared. Le fascinaban los espacios y las casas que vemos son, en muchas ocasiones, su propia vivienda”. A menudo usó su cuerpo, su cara o la figura de algunas amigas y compañeras que, curiosamente, se parecían a ella. Pero las esconde, les tapa la cara con una máscara con su propio rostro. Se trata de “un juego en el que muestra sus diferentes caras”, opina Tallgren. Algunas de las reflexiones que Woodman hacía las escribía en las fotografías que iba revelando. “A veces dejaba por escrito cosas importantes o asuntos que quería recordar y en otras ocasiones las mandaba como si fueran cartas”. Esas representaciones en las que “se usaba a sí misma de manera teatralizada", nos llevan a reflexionar sobre la sexualidad y el cuerpo femenino. De hecho, la manera en la que proyectó la carne “ha inspirado lecturas feministas aunque se desconoce si ella conocía esta teoría”, asegura Tellgren.
Lo que sí es conocido es que a pesar de sus esfuerzos de hacerse un hueco en la disciplina, el reconocimiento no llegó de la manera en la que ella quiso. Mientras vivió fueron pocas las ocasiones que tuvo de mostrar su obra, lo que desenvocó en un depresión que le propició una primera tentativa de suicidio en septiembre de 1980. Tan solo unos meses más tarde acabó con su vida. Poco después le dedicaron su primera muestra y, así, la niña prodigio se convirtió en una fotógrafa de culto. “¿Cómo pudo alguien tan joven crear imágenes de tal potencia y complejidad?”, se pregunta Anna Tellgren. Ese sigue siendo el misterio de Francesca Woodman.