La casualidad ha hecho que mi visita a esta primera individual de Alex Reynolds (Bilbao, 1978) para Estrany-de la Mota se haya producido a solas, justo en el instante en que la galería abría sus puertas un miércoles cualquiera. Una vez allí, he bajado las escaleras dudando si esos peldaños grises, forrados de moqueta, guardaban relación con lo que me encontraría abajo.
Alex Reynolds desarrolla entre Bruselas y Berlín una obra que se inscribe dentro de un lenguaje cinematográfico abordado desde diferentes frentes. Esta puerta, esta ventana supone el avance de un largometraje que está por llegar. La proyección, que ocupa la sala principal, invita a ponerse cómodo e ir entrando poco a poco en una acción ya comenzada, que presenta una estancia aparentemente vacía y en la que sin embargo el sonido va introduciendo lo que todavía no podemos ver. La cámara recorre el ventanal de la habitación hasta llegar al origen de esos sonidos que ya percibíamos: los primeros que produce una batería, los de su transporte y colocación.
Quien la manipula es Nilo Gallego, un músico cuya práctica se inserta en el campo de la performance y al que Reynolds filma ensimismado. Se halla ausente, sumido en un estado que Anna Manubens ubica -en el texto que acompaña a la película- en un espacio intermedio entre la escucha y el recuerdo. Esos sonidos iniciales se entremezclan con un susurro que emite Alma Söderberg, también performer y coreógrafa, que trabaja el sonido a través del movimiento y la voz. Ambos comienzan a aparecer intercalados, nunca juntos, en el mismo espacio al que curiosamente no los hemos visto acceder; pero poco a poco y por sus acciones, queda claro que pese a no verse, se escuchan. Los sonidos que uno produce guardan correspondencia con los del otro y viceversa.
Al mismo tiempo, se inicia un diálogo basado en la revisión de un recuerdo cuyas frases se van respondiendo por medio de los ritmos que marcan sus acciones: él con las baquetas sobre la batería, o sobre los errajes y tornillos girados durante la afinación. Ella con sus manos, que buscan una resonancia íntima mediante el golpeo de sus propias extremidades o insertando objetos de uso cotidiano cuyo sonido busca interferir o imitar las palabras que pronuncia. Al final, lo que comienza como el sutil registro sonoro de ese ensimismamiento, desemboca en una serie de gestos de gran violencia. La batería es arrastrada y las baquetas lanzadas contra ella y contra las paredes. El cuerpo enrojecido por la insistencia y la fuerza de los golpes. La película es un minucioso catálogo de roces, de gestos casi cotidianos que se van colando en el oído como lo hace un ritmo lanzado por un inocente tarareo. Entonces uno comienza a entender que esos escalones que introducen a la exposición son efectivamente una de las tres piezas que Reynolds ha incluido y que proponen un ascenso o descenso a ritmo de vals, un compás pegadizo que marca el modo en que accedemos y abandonamos la exposición.
Pero antes de ascender de nuevo y salir a la calle, la exposición regala un epílogo. Dos hojas enmarcadas: la primera presenta un texto y la segunda el dibujo a lápiz de la planta de un gran edificio. Se trata del Palacio de Justicia en Bruselas, un hito arquitectónico del XIX cuya escala colosal ha llevado a Reynolds a describir la experiencia de recorrerlo. La pieza se instala en la segunda sala de la galería, iluminada únicamente por dos de los fluorescentes que habitualmente bañan las paredes de este espacio. Una luz fría que convierte la obra en instalación y que junto con la de las escaleras suponen la guinda de una exposición bien hecha.