Más difícil que rescatar a un artista del olvido es rescatarlo de la banalidad. ¡Cómo vamos a poder apreciar a Van Gogh y menos aún emocionarnos con sus cuadros si no hay nevera que no tenga un imán con un trocito redondo de uno de ellos! Hay camisetas con sus girasoles, carpetas con su dormitorio, anuncios de calzado con una versión actualizada de sus botas. Van Gogh está sobreexpuesto y eso le convierte, como la carta robada del cuento de Poe, en invisible. No es el único caso, le pasa exactamente lo mismo a su amigo Gauguin.
Este 2015, en que se conmemora el 125 aniversario de su muerte tal día como un 29 de julio, la apoteosis vangoghiana llegará al cénit y con toda probabilidad acabaremos tan empachados del genio holandés que no querremos volver a saber nada de él ni en pintura. Peculiar destino de quien en este tiempo ha pasado de ser considerado un pintor fracasado a un genio incomparable, manteniendo idéntico estatuto de anormalidad y extravagancia. En ese retrato, en que el rasgo característico es la locura, se fundamenta el malentendido esencial.
La obra de van Gogh no es la obra de un loco. Es la de un cuerdo. Como escribe María Bolaños, "sólo pintando mantenía a raya su locura... lo que impresiona no es tanto su locura como su solidez mental". La tuvo que necesitar para en sólo diez años de actividad y empezando con 27, realizar casi 900 obras y sólo en cuatro años, los cuatro últimos, pintar una sucesión de obras maestras que no tienen parangón en la historia del arte moderno (casi la totalidad de sus cuadros más célebres son de este periodo).
Vista en perspectiva, la biografía de Van Gogh se encamina de forma azarosa hacia el arte, desde una vaga inquietud espiritual. Pero a partir de un momento, lo que antes fue creencia en lo invisible y entrega a los demás, se convierte en voluntad de hacer visible lo emocional y prescindir de sí mismo en beneficio de su obra.
Vincent van Gogh nació en 1853 en Groot-Zundert, el mayor de seis hijos, en una familia religiosa (su padre era pastor protestante). Su tío era socio de una empresa de marchantes de arte en la Haya, en la que entró Vincent con dieciséis años y salió ocho después (su hermano Theo permanecería en ella toda su vida). Esta fue su ocupación más estable. Luego trabajó como maestro de escuela en Inglaterra, empleado en una librería, misionero entre los mineros belgas... En 1880, viéndole incapaz de encontrar su rumbo, fue Theo quien le propuso que se dedicara por entero a pintar, una afición para la que ocasionalmente había ido adquiriendo formación. Esa sugerencia fue el detonante de su carrera. También de una relación legendaria. Theo no sólo fue el mecenas y el marchante de su hermano, sino que se ocupó de sus necesidades más perentorias. Por su parte, Vincent le dirigió una abundante correspondencia, plagada de dibujos y comentarios, que constituye un documento extraordinario sobre el proceso creador. De 1885 es su primer cuadro importante, Los comedores de patatas, casi una caricatura de la dureza de la vida campesina, cuyos personajes están literalmente deformados y ennegrecidos por la malnutrición.
Pero ese no es el Van Gogh que conocemos. Fue también por indicación de Theo por lo que se trasladó a París. El conocimiento directo de la pintura impresionista adquirió la importancia de una revelación: el uso del color, la pincelada rápida y el empaste son elementos característicos de su vocabulario. La otra gran transformación es la que sufriría cuando en 1888 se instaló en Arlés, un pueblo de la Provenza bañado en la luz meridional. Allí los colores hablaban su lengua materna, en los 14 meses que pasó en Arlés pintó más de 200 cuadros. En ese mismo año se produjo la visita de Gauguin y el incidente en que tras una discusión entre ambos, Van Gogh se seccionó el lóbulo de una oreja. A partir de entonces viviría intermitentemente en instituciones psiquiátricas hasta su suicidio el 27 de julio de 1890 (falleció dos días más tarde).
Cuando en 1910 se expusieron en Londres los cuadros de Van Gogh, Gauguin, Seurat y Cézanne, presentados como posimpresionista, un periodista escribió que se trababa de una confabulación para destruir la historia de la pintura europea. Pero frente al rechazo de la opinión pública más conservadora, todos ellos habían recibido desde el primer momento el aprecio y casi la veneración de los artistas contemporáneos.
Su valor estaba ya fuera de duda. De la misma manera que Gauguin abre la puerta a la abstracción, Van Gogh la abre al expresionismo (El grito de Munch, pintado en 1895, ya ha cruzado ese umbral). Lo que desconcertaba a la crítica era que tras la precisión visual del impresionismo Van Gogh no pintara cosas sino sentimientos. No sólo gracias al color, sino también a las perspectivas afiladas (por ejemplo en El café en la noche o en El sembrador). Más aún, Van Gogh pinta lo que es, aunque no podamos ver si está. Esos cipreses ondulados o ese cielo plasman la energía invisible que recorre lo vivo. Y además, lo visible es símbolo de otra cosa. "Del mismo modo que tomamos el tren para ir a Tarascon o a Rouan, debemos tomar la muerte para ir a una estrella".