Escena del videojuego Journey
Journey se ha convertido en el videojuego más comentado y celebrado en mucho tiempo. Su aparición reabre el debate sobre el estatus artístico de la forma de ocio digital más popular actualmente.
La primera industria del entretenimiento global, la más popular de las formas creativas digitales, no puede estar desaprovechada para ahondar en su enorme potencial expresivo. Podría parecer que no hay demasiada demanda de videojuegos que nos podamos tomar en serio, pero el título del momento, Journey, propone exactamente eso. Y no podría haber sido mejor recibido: no sólo acumula críticas que le aseguran el título de juego del año, también es ya el más vendido en la historia de la plataforma online de PlayStation. Sus creadores son thatgamecompany un pequeño equipo de Santa Mónica, fundado por estudiantes de su Universidad, que se ha convertido en estandarte del movimiento de los videojuegos independientes, una generación de diseñadores que, operando en los márgenes de la industria, aspiran a ampliar el horizonte estético y las preocupaciones de este lenguaje.
Journey comienza con una figura en un desierto desde el que se adivina una montaña en el horizonte. Y, prácticamente, eso es todo lo que hay, porque el juego no ofrece ninguna explicación ni intento de historia. Si normalmente los juegos construyen una pequeña narrativa que ofrecen al jugador una excusa para adentrarse en su mundo, Jenova Chen y Kellee Santiago -diseñadores principales de thatgamecompany- creen que el mayor potencial del medio es reforzar la sensación de "estar allí". Sin necesidad de esquivar peligros ni resolver puzles, uno podría pasar horas sencillamente deslizándose sobre las dunas, explorando las ruinas que aparecen a nuestro camino, escuchando el viento.
Si quisiésemos ser demasiado literales, podríamos leer la experiencia en términos alegóricos, como la incertidumbre y la soledad de nuestro camino personal. Pero el enigma central de Journey es que no estamos realmente solos; los jugadores otean a veces, sin aviso previo, a otra figura en el horizonte. Muchos jugadores no sabrán que, en realidad, se trata de un juego online que empareja en el mismo desierto digital a jugadores de todo el mundo. Sin embargo, no podrán comunicarse entre ellos, ni por texto ni por voz: el desierto no les ha unido para resolver juntos un problema, sólo para ser testigos mutuos de su camino. Como única conversación posible, una tecla en nuestro mando nos permite emitir un sonido, para saludar a esas otras figuras o para despedirnos de ellas.
Sobre la progresión del juego, o sobre su final de tono místico, basta comentar que es difícil no pensar en referentes como El Árbol de la Vida de Terence Mallick o, incluso, en el Kubrick de 2001. Hace dos años, el crítico cinematográfico más célebre de Estados Unidos, Roger Ebert, reabrió un debate cíclico: ¿Es posible que los videojuegos puedan llegar a ser una forma de arte? Su respuesta era un rotundo no. En aquella discusión su principal interlocutora era Kellee Santiago, ya entonces sumergida en el desarrollo de su celebrado último proyecto. Es difícil no pensar hoy que Santiago ha tenido la última palabra, y que Journey cierra, en buena medida, el debate.