Está trabajando en un bajorrelieve, muy sutil y muy blanco en un pequeño cuartito anexo a su estudio. A su lado, siempre, Mari, su mujer, la pintora María Moreno, sentada en silencio, como si ya no existiera más tiempo ni más lugar que el del arte. Huele a la humedad del yeso y a algún producto químico tipo aguarrás. No hay ni rastro de pintura. En el espacio central, un caballete vacío y esculturas a medio hacer. “Los cuadros los trabajo siempre en el lugar que he elegido como tema de la pintura. Nunca me los traigo aquí. Ha de ser así”, explica. Tampoco vemos, claro, las grandes esculturas que, hasta el último momento, ha estado supervisando en la fundición de Arganda del Rey con la que trabaja. Pero lo que hay en este estudio situado en las inmediaciones de la madrileña Plaza de Castilla, es más que suficiente para adentrarnos en el especial universo de Antonio López (Tomelloso, 1936), el artista español vivo más cotizado. Enmarcado en un realismo que él llama objetivismo y que llega de una fascinación profunda y un respeto enorme por todo lo que nos rodea, para el público es el pintor de Madrid, de la Gran Vía, de lo cotidiano que va desde una taza de váter a una nevera o a una flor.
Y ahora, por fin, veinte años después de su última gran muestra, vuelve a exponer en Madrid, en el Museo Thyssen, y lo hace con una exposición autobiográfica, en la que tanto él como su hija María han trabajado con el director y comisario Guillermo Solana. “Lo ideal hubiera sido que esta muestra fuera continuación de la celebrada en el Reina Sofía en 1993, que empezase donde acabó aquélla. Pero no había obra suficiente, entre otras cosas porque algunas de las piezas en las que he trabajado estos últimos años, como la escultura de los Reyes de Valladolid (con los hermanos López Hernández), la Mujer de Coslada, las cabezas de Atocha (Noche y Día) o el cuadro de la Familia de Los Reyes no van a poder estar. En fin, que se ha ido mucho tiempo en obras que no aparecen”, explica resignado porque sabe que su trabajo es así, lento, de muchos comienzos pero pocos finales.
Pregunta. ¿Por qué?
Respuesta. Empiezo muchas obras, me cuesta muy poco, tengo siempre esa ansiedad por empezar, pero luego, en muchos casos la obra se queda aparcada, tengo montones de obras así, de antes del 93 también pero sobre todo de los últimos quince años. Me desahoga comenzar algo nuevo porque luego me quedo uncido a obras que a lo mejor están gestadas hace años y de vez en cuando necesito algo diferente. Luego, una vez iniciada, sigo con la obra anterior y es en ese vaivén donde voy trabajando.
P. Y muchas de estas obras inacabadas van a estar aquí.
R. Sí, si hay un nivel de condensación de trabajo en la pintura, si ya hay “carne”, hay densidad, se pueden mostrar.
Y así ocurre, por ejemplo, con la última serie de la Gran Vía madrileña, siete cuadros de formato casi cuadrado que son siete vistas de la calle centenaria a distintas horas del mismo día, el 1 de agosto. Vacía, soleada, luminosa. Unos más “acabados” que otros, los siete estarán en la planta baja del museo. No veremos en cambio la esperadísima Familia de los Reyes, encargo de Patrimonio Nacional al pintor en 1995 y que todavía no ha terminado. “Ese no se puede mostrar, claro, habrá que inaugurarlo en el lugar para el que ha sido concebido, el Palacio Real de Aranjuez”, dice.
Poca obra, poca exposición
La expectación, en cualquier caso, es máxima: desde la muestra del Reina Sofía, su obra última no se había visto en España. Su única exposición en la galería Marlborough, con la que trabaja desde el año 70, fue en 1986 y en Nueva York. No se realizó tampoco la que le correspondía tras ganar en 2006 el Premio Velázquez. Tampoco entonces, y a pesar de la insistencia de la entonces directora del Reina, Ana Martínez de Aguilar, hubo obra suficiente. “No se podía repetir la exposición del 93. Cuando tienes poca producción no puedes actuar de la misma forma ni abarcar del mismo modo que pintores que trabajan mucho más rápido. Igual que hay directores de cine que estrenan una película al año, como Woody Allen, y directores que tienen cinco o diez películas. Si con ese trabajo, con esa cantidad, aparentemente escasa en relación a otros, ocupas un espacio, el tuyo, está bien. Vermeer tiene muy poca obra si lo comparas con Rubens. Creo que la regla no puede valer para todos, se adapta de modo natural a la manera de trabajar de cada uno”, comenta el pintor.
Sí inauguró en cambio en Boston, en el Museum of Fine Arts en 2008, una muestra que venía a completar una revisión de los grandes maestros españoles, de modo que su obra se contemplaba a continuación de la de Velázquez, uno de los grandes referentes de Antonio López. “Esa exposición fue muy importante -explica-. Vi la intensa relación que yo tenía con todo aquello, aunque yo no pinte vírgenes y mi pintura sea luminosa y la del XVII sea oscura, hay algo, lo español, que tiene también Picasso, que tienen los mejores, pero también los peores, ese algo que cuando lo ves desde fuera y lo distingues, impresiona. Me reconfortó mucho, porque tenemos muchos complejos y creemos que no lo hacemos bien, pero en arte hemos hecho cosas verdaderamente extraordinarias”.
P. ¿Es que a veces hay que alejarse para apreciar lo nuestro?
R. El arte español es un arte muy difícil porque no es nada complaciente. Es el más difícil y el más alejado de lo establecido como arte: algo amable que puede adornar la vida de las personas. Es un acto de fe de algo que a veces te puede incomodar o asustar. Es lo más parecido al arte moderno en ese sentido. Puede ser bonito o feo pero busca la verdad.
Precio y valor
A pesar de esta escasa presencia expositiva, se le considera el pintor español vivo más importante y con las cotizaciones más elevadas. Su cuadro Madrid desde las Torres Blancas -que se puede ver en la exposición del Thyssen- ha sido la obra más cara vendida en subasta de un pintor español vivo (alcanzó 1,74 millones de euros en Chirstie's Londres, en 2008), por encima de Tàpies y Barceló. Pero a él no parecen abrumarle en absoluto estas consideraciones: “Lo del dinero se puede comprobar pero la importancia o el valor artístico no es computable. Si te lo quieres creer, te lo crees y si no, pues no. Yo no me lo creo mucho, hay que esperar. Está muy bien que la gente te estime, que te quiera, que signifiques algo para ella, eso sí que tiene un inestimable valor”.
P. Y la expectación mediática, ¿le agobia? Supongo que ya no será tan fácil como antes ponerse a pintar en la calle: ahora decide montar el caballete en Sol y sale en el telediario…
R. La prueba de Sol ha sido muy contundente, pero pienso volver. Si te habitúas, la gente también se acostumbra, va a dejar de ser una novedad y voy a poder trabajar el tema a pie de calle que es lo que verdaderamente deseo. No me impresiona ni me molesta. Está bien, no es una obra de teatro pero estás trabajando en un lugar donde la vida no puede dejar de transcurrir.
P. Sus cuadros, sobre todo los paisajes, son una especie de work in progress, de trabajo sin fin, que puede tardar en acabar cinco años o quince. Una de las causas quedaba clara en la película de Víctor Erice, El sol del membrillo (1992), cuando decide que hay que bajar toda la figura del árbol seis centímetros. Era como volver a empezar, y lo decide con una templanza envidiable.
R. Claro, es que toda esa energía y ese trabajo no se pierde, aunque se entierra no se pierde, es como los dinosaurios que han desaparecido pero no del todo porque siguen aquí con nosotros. Cambiar la escala, la luz, la estación del año, agrandarlo, es algo natural en muchas de mis pinturas. Como en la Terraza de Lucio (1962-1990), un cuadro que directamente se amplió con una tabla lateral y otra superior. Dudo, y la duda es positiva. Se debía dudar más, es muy difícil no dudar en nuestro tiempo, seas pintor, médico o político, una vez que se han derrumbado tantos dogmas. Hay cosas que no hay que dudar ni un minuto pero hay otras que siempre hay que poner en tela de juicio.
Manualidad y concepto
P. Hay mucho también de manualidad en su obra, mucha medición y mucho cálculo, ¿eso se ha perdido en el arte de hoy?
R. Yo creo que no. Hay una manera de medir, como lo hace Ingres, y hay otra manera, igual de rigurosa, como la de Van Gogh. La fidelidad a las cosas no se puede medir. En mi caso pasa por ahí, pero en El Bosco no pasa siquiera por la lógica, porque tiene otra lógica, la de los sueños, la de las cosas deseadas, temidas, soñadas o imaginadas. Hay muchas formas de acercarse con el mismo rigor. También hay rigor en Mondrian o en Rothko, por citar a dos artistas abstractos.
P. Me refería también al peso conceptual que tiene hoy el arte.
R. ¿No cree que la Gioconda es muy conceptual? ¿O qué en la Esfinge de Gizeh hay muchas ideas y muchas cosas enterradas detrás? No es una imagen figurativa al uso: es un animal con cabeza humana. El hombre ha trabajado siempre con ideas, se vean o no se vean. Hay veces que no se ven y hay veces que están soterradas: las ideas de El Greco se ven más que las de Vermeer pero cómo vamos a decir que Vermeer no tenía ideas, si pone en pie un mundo que es puro concepto revestido de una piel aparentemente objetiva. El que piense que en esta época se ha inventado el concepto o la idea está equivocadísimo. El arte griego, la Venus de Milo... Todo son ideas. Y en la arquitectura, ¿qué es una catedral gótica? Una obra del hombre al servicio de una idea religiosa. Siempre hay una idea detrás de las cosas de valor, pero no tiene que ser tan evidente como ahora, que casi es lo que más ves, la idea. Eso sí, habría que poner algunas ideas en revisión porque en algunos casos sería mejor no tener tantas ideas o esperar a que vinieran las propias, porque muchas veces trabajamos con ideas de los demás. Pero esto tampoco es nuevo.
Para Antonio López hay un corpus de pintura figurativa en el siglo XX que es de una importancia enorme. Bacon, Balthus, Hopper, Andrew White o Felix Vallotton, y muchos otros que han pasado más inadvertidos y que tienen una obra valiosísima. Y entre los españoles, Sorolla, Romero de Torres que, aún siendo figurativos, han retratado como pocos el alma y el carácter de lo español. “Pero un día dejaron de caer en gracia -explica-, y aunque ahora parece que se recuperan, han estado, no en el purgatorio, ¡han estado en el infierno! No sé quién lo decidió, alguien que lo vio demasiado claro. Habría que mirar el cuadro sin tantas guías, enfrentarse a él con más libertad, porque si te acercas a algo con el guión aprendido siempre dependerá de quién lo haya escrito”.
Viajes y referentes
Si se le pregunta por su artista favorito, dice que lo fácil es decir Velázquez (“es el resumen del pensamiento y de toda la conquista del conocimiento de la pintura”) o Vermeer, pero la vista se le va hacia un recorte pegado en la pared: son los frescos de la Villa de los Misterios de Pompeya, pintados hace casi 2000 años, “maravillosos”, afirma. “La capacidad de transmitir del arte está en el origen, diría que ya en Altamira. No creo que haya una escultura mejor en España que la Dama de Elche. El conocimiento tecnológico ha mejorado, pero eso no ha cambiado”. Por eso, si pudiera hacer un viaje mañana mismo, sería para ir a ver los Guerreros de Riace y las esculturas de Olimpia en Grecia. Aunque si se trata de elegir una época, se queda con ésta, la suya. Visitó hace poco el Prado (Chardin, el joven Ribera, los dibujos del Gabinete) y en su mesilla de noche, como no podía ser de otra manera, el Epistolario de Sorolla, las cartas a su mujer, Clotilde.