Nacido en Belgrado en 1938, cuenta Charles Simic que su infancia estuvo marcada por la Segunda Guerra Mundial, la invasión nazi de Yugoslavia y los bombardeos alemanes, ingleses y rusos. Él y su familia tuvieron que evacuar su casa en varias ocasiones, pero aunque “aquel fue un mundo realmente infernal, yo corría con todos los niños y era feliz”. Uno de sus escasos motivos de desdicha fue que en 1944 su padre huyó a Italia por motivos políticos y fue encarcelado hasta que logró establecerse en los Estados Unidos. También la madre del poeta intentó huir de la Yugoslavia asolada de posguerra; encarcelada brevemente junto con sus hijos por las autoridades comunistas, lograron escapar en 1953 a París, donde aprendieron inglés. Y zarparon hacia Nueva York en agosto de 1954. Su destino final sería Chicago.
Aunque el sueño secreto de Simic era convertirse en pintor, fue allí, espoleado por sus amigos del instituto, cuando comenzó a escribir sus primeros poemas, “entre el entusiasmo y la decepción”. Como su padre solía gastarse el sueldo casi antes de cobrarlo, Simic tuvo que trabajar en el Chicago Sun-Times y asistir a clases nocturnas, y en 1958 regresó a Nueva York. Embalador de paquetes, vendedor, pintor de brocha gorda… estudiaba y escribía poesía por la noche. Tras ser reclutado por el ejército en 1961 y pasar dos años como policía militar en Alemania y Francia, a su regreso se matriculó en la Universidad de Nueva York, donde estudió lingüística, y al fin, en 1967, publicó su primer libro de poemas, Lo que dice la hierba. Galardonado con el Premio Pulitzer de Poesía en 1990 por El mundo no termina: poemas en prosa, es autor de una treintena de poemarios, ensayos traducciones, y libros de memorias en los que ha ido volcando su mirada divertida y perpleja ante los horrores del mundo.
Profesor emérito de literatura estadounidense y escritura creativa en la Universidad de New Hampshire, donde enseñó desde 1973, en la actualidad vive en la cercana localidad de Strafford. Allí, en una casa familiar rodeada de bosques, se ha refugiado durante lo más duro de la crisis del Covid que asola el mundo. Y es que, como explica a El Cultural, ha estado “releyendo a muchísimos escritores que había disfrutado antes, como Dickens, Joyce, Dostoyevski, Rabelais, Cervantes, Chéjov y Melville. Ellos me hacen olvidar nuestro encierro y la pandemia que nos acecha”.
La fórmula secreta
Cuando se le pregunta cómo y cuándo nació su último libro, Acércate y escucha, publicado por Vaso Roto, Simic nos descubre que no trabaja así, que no necesita de un instante ni de un hecho concreto para escribir ni publicar. “No, nunca lo hice, no es así como trabajo. Escribo poemas todo el tiempo, y cada tres o cuatro años me detengo, echo un vistazo a lo escrito hasta ese momento, y decido si tengo suficiente para un libro”, nos dice.
Pregunta. Sí, pero ¿cuál ha sido el mayor descubrimiento que ha hecho en ese proceso, lo más sorprendente que ha aprendido con este libro?
Respuesta. Lo mucho que me repito y los poemas tan malos y mediocres que he escrito.
P. ¿Puede reconocerse en este libro como el mismo poeta que debutó en 1967 con el ya mítico Lo que dice la hierba?
R. Quizá un poco, sí, a pesar de que ha pasado más de medio siglo desde que publiqué mis primeros poemas en Chicago Review. Pero, ¿qué quiere?, con una treintena de libros editados y la gran variedad de poemas que he escrito desde entonces, le confieso que no tengo ni idea de quién soy.
"Escribo poemas todo el tiempo y cada tres o cuatro años me detengo y decido si tengo suficiente para un libro"
P. ¿Y cómo han ido evolucionando en ese tiempo los lectores de poesía?
R. En nuestros días, al menos en los Estados Unidos, hay muchos más lectores de poesía que cuando empecé a escribir en los años cincuenta. Entonces resultaba extremadamente difícil encontrar a alguien a quien le apasionara la poesía, éramos casi bichos raros. En cambio, ahora, con cientos de cursos de escritura poética que se imparten en colegios y universidades de todo el país, de todo el mundo en realidad, debe de haber miles de aspirantes a poetas.
P. En el poema que da título al libro, “Acércate y escucha” recuerda que nació en un país “desaparecido del mapa”. ¿Conserva algún recuerdo de su infancia en su Belgrado natal?
R. Recuerdo un montón de cosas, quizá demasiadas, desde que en 1941, cuando apenas tenía tres años, los nazis bombardearon Belgrado y destruyeron el edificio que estaba enfrente, matando a muchísimas personas y arrojándome de la cama a un suelo cubierto de minúsculos cristales rotos.
P. Su primera vocación fue la de pintor. ¿Cómo influye el artista, el pintor que fue en su juventud, en el poeta que es hoy?
R. En los días en los que pintaba solía vivir en pequeñas habitaciones en Nueva York donde sólo tenía espacio para pequeños lienzos. Como la mayoría de mis poemas son breves, a menudo al escribir siento que todavía me enfrento a un pequeño espacio en el que, en lugar de colores, debo escribir algunas palabras verdaderas.
P. Emigró a Estados Unidos con su familia en 1954, pero ¿cuándo estuvo seguro de ser un poeta americano?
R. Debió de ser en 1959, cuando comencé a publicar algunos poemas en revistas literarias. Me gustaría destacar que todos ellos fueron escritos siempre en inglés, y que nunca escribí un solo poema en serbio. A menudo la gente me pregunta el porqué. La respuesta es sencilla. Quería que las chicas estadounidenses de las que estaba enamorado pudieran comprenderlos.
P. Precisamente en “Acércate y escucha” consuela a una anciana ciega llamada Justicia con la que se muestra compasivo, porque “trata de hacer todo lo que puede”. Usted que fue testigo de tanto horror, ¿por qué cree que no hemos aprendido de nuestros errores, y los repetimos una y otra vez?
R. Porque entre nosotros existen monstruos que secreta o abiertamente se alimentan del odio y la violencia y aman ver la matanza perpetrada contra otros seres humanos o simplemente son indiferentes al destino de los inocentes.
“Cualquiera que haya vivido 82 años y haya sido testigo de tantísima violencia no podrá ser optimista jamás”
P. ¿Por eso su poesía es, a pesar de la ironía que destila, profundamente pesimista?
R. Cualquiera que haya vivido 82 años y haya sido testigo de tantísima violencia, injusticia y miseria como yo, probablemente no podrá ser optimista jamás. Una vez, hablando de esto con mi difunto padre, llegamos a la conclusión de que deberíamos definirnos como joviales pesimistas, porque a pesar de todo, nos encantaba reírnos y disfrutábamos de un buen chiste.
Razones para la desesperanza
P. Entonces, ¿no encuentra razones para la esperanza?
R. Quizá en Europa sea posible hallar alguna todavía, sí, pero no en los Estados Unidos, donde le confieso que no he encontrado a ningún ser humano racional que se muestre optimista desde que Donald Trump se convirtió en presidente.
P. Eso me trae a la cabeza otro poema de su libro, “Actores ambulantes”…
R. Los americanos se han acostumbrado a guerras interminables y sin sentido. Cientos de jóvenes mueren en ellas o vuelven a casa malheridos o lisiados, pero esas guerras continúan años y años. En ese poema, imagino a los vecinos de un soldado muerto paseándose por la noche como un grupo de actores para interpretar una o dos escenas de su vida y lamentar su corta vida.
P. Antes nos contaba que siempre escribe en inglés, pero también ha sido traductor y sabe de sobra lo difícil que es. ¿Se reconoce cuando lee sus libros traducidos a otras lenguas?
R. Además de serbio e inglés, sé francés, ruso y algo de italiano, pero no puedo leer la mayoría de las demás lenguas a las que he sido traducido. En alguna ocasión he escuchado alguno de mis poemas en español y ha sido una experiencia musical deliciosa.
P. Háblenos de sus hábitos creativos, de sus rituales: ¿Escribe todos los días? ¿Por la mañana o por la noche, escucha música quizá?
R. Escribo casi todos los días, y generalmente en la cama. Aparte de eso, no me complico la vida. He escrito poemas en sobres de facturas, en menús de restaurantes, en trozos de papel y en cuadernillos baratos. Pero dame un escritorio con vistas al Mediterráneo, una estilográfica Mont Blanc y carísimo material de papelería, y no moveré un dedo.
"No me complico la vida. He escrito poemas en sobres de facturas, en menús de restaurantes, en trozos de papel, en cuadernillos baratos..."
P. Es inevitable preguntarle por sus maestros, por los poetas que más le han influido…
R. Es una lista inmensa que comienza con los poetas clásicos griegos y romanos, y que incluye a muchos poetas europeos, además de los de Norte y Suramérica, así como de China, Japón y Arabia también. Me encantan Ovidio, François Villon, John Keats, Baudelaire, Brecht, Lorca y, por supuesto, Whitman, Emily Dickinson y Wallace Stevens.
P. Ahora que menciona a esos grandes poetas estadounidenses, ¿cómo nació su amistad con Mark Strand?
R. A finales de los años 80 ofrecimos una lectura de poesía en el estudio de Frank Stella en Nueva York. Nos presentó un distinguido poeta que no nos conocía y que atribuyó mis poemas a Strand y los de Mark, a mí. Nosotros no le dijimos nada. Después, todavía riéndonos, fuimos a cenar juntos y nos convertimos en íntimos amigos que se veían tan a menudo como podían. Nos gustaba mucho la poesía del otro y coincidíamos en la mayoría de las cuestiones literarias que tratábamos, pero nuestros poemas acabaron siendo muy diferentes al final.
P. ¿Y qué le parece Anne Carson, flamante Premio Princesa de Asturias de las Letras?
R. Las piezas que escribe son siempre interesantes y a menudo brillantes, pero rara vez funcionan como poemas para mí. Aunque eso está bien, tampoco es un problema.
P. ¿Quiénes son sus poetas jóvenes favoritos?
R. Todos los poetas jóvenes que admiro son estadounidenses. No son conocidos en el extranjero, pero puede creerme, son realmente excepcionales.
P. ¿Cree todavía que escribe para hacer reír a la muerte?
R. Mi querida abuela no creía en Dios, pero estaba segura de que el Diablo sí existía y de que de vez en cuando señalaba a algunos de sus hijos. Ella también podía ver a la muerte entrando en la casa de alguien o caminando junto a la esposa de un vecino. Todavía puedo oír su risa cuando dijo eso, y lleva muerta desde 1948. Si alguien hizo reír a la Parca, fue ella.
Acércate y escucha
Nací –no sé a qué hora–
recibí mi palmadita en el culo
y fui entregado llorando
a alguien muerto hace muchos años
en un país desaparecido del mapa,
allí, como la hoja de un árbol,
y con los buenos tiempos ya lejanos,
hice piruetas y caí al suelo
sin hacer apenas ruido
para que el viento me llevase
bendecido o maldito, ¿quién sabe?
a mí eso ya no me preocupa,
desde que oí a la gente hablar
de una dama ciega llamada Justicia
dispuesta a escuchar los problemas de todos,
pero no sé dónde encontrarla
para preguntarle por qué
el mundo me trata algunos días bien,
y algunos días mal. Aun así, jamás
sería yo el primero en culparla.
Ciega como es, pobrecita,
trata de hacer todo lo que puede.