Los juegos visuales de Chema Madoz (Madrid, 1958) son tan sorprendentes y variados que su recorrido por una exposición suele abrumarnos. En una suerte de reto entre la activación de la imaginación y su registro en la memoria, entre la curiosidad impaciente por ver la siguiente imagen y elegir la que más nos gusta, sale perdiendo la capacidad de distinción y el almacenaje. Quizás por eso son tan exitosos los catálogos de sus exposiciones. Hay que mirar y remirar para volver a apreciar todos los detalles y, sobre todo, comprender la precisión de encuadres e iluminación en sus fotografías en blanco y negro. Sin embargo, en los libros perdemos sus adecuadas dimensiones y su textura que tantas veces las acerca al dibujo como ideaciones. De manera que cada exposición de Madoz suscita una gran expectación entre todos los públicos, deseosos de disfrutar sus novedosas imágenes, penetrantes y escurridizas. Una paradoja más, entre todas las figuras retóricas –metáforas, sinécdoques, etc.– que utiliza para extraer, como si poseyera una mina inagotable, ignotos tesoros visuales.
Esta exposición, La naturaleza de las cosas, tiene la virtud, para empezar, de que al estar planteada con un enfoque temático, su variedad en la unidad parece encajar mejor con el equilibrio de nuestras facultades. Se muestra sesenta fotografías de toda su trayectoria, por lo que, además, en este recorrido abarcamos la evolución de su trabajo a lo largo de casi cuatro décadas. Hasta los años noventa, Madoz realiza fotografías en exteriores y no es extraña la aparición de la figura humana, aunque generalmente de forma fragmentaria y nunca como protagonista. Sus influencias también son más evidentes, casi siempre en la estela del surrealismo y, en especial, de Magritte, autor de Ceci n’est pas une pipe, obra de referencia inevitable para las discusiones sobre arte y lenguaje entre los conceptuales de los setenta y sobre la que Foucault explicó su efecto desconcertante, pues, aunque resulte inevitable relacionar el texto con el dibujo, es imposible decidir si la aserción es verdadera, falsa o contradictoria. Como las imágenes escurridizas y polisémicas de Madoz que, a pesar de que muchos pretendan acertar como si fueran jeroglíficos, abren las puertas para asomarse libremente a dimensiones desapercibidas en nuestro trantrán rutinario. Una imagen significativa de esa influencia orgullosamente declarada es la mano que toca el espejo del estanque ¿en el Retiro madrileño?
Lo textual/textil traza e hilvana motivos vegetales. La percha sostiene una hoja otoñal, del árbol penden notas musicales, un pino con copa de nube…
El proyecto de esta exposición, que coincide en estos días con la que le dedica la galería Joan Prats de Barcelona, partió de la programación de “grandes maestros del arte contemporáneo español” que viene desarrollando el acuerdo entre el Real Jardín Botánico y La Fábrica que, por fin, parece estar dando coherencia y continuidad a la estupenda galería para exposiciones que es el Pabellón Villanueva. La visita nos proporciona, también, la siempre maravillosa experiencia de deambular por esta selecta y ordenada naturaleza en el centro de la ciudad.
Cuenta Madoz que, aunque tiene cierta consciencia de algunos motivos recurrentes en su trabajo como las nubes, el tiempo o las palabras, quedó sorprendido ante la propuesta de la comisaria Oliva María Rubio, que ha realizado una selección muy cuidada entre cientos de imágenes y en su montaje en el Pabellón, un trabajo impecable. Esta exposición con la invención de las naturalezas domesticadas por Madoz asemeja una reverberación del ingenio taxonómico y al tiempo manual del Botánico madrileño. Un jardín dentro de otro cuidado jardín, con todos sus recovecos y la posibilidad de perdernos en un lugar, al cabo, controlado y seguro. En la exposición se muestran también bocetos, herramientas y algunos objetos realizados para construir sus fotografías, que subrayan el carácter artesanal de este artista que a partir de los noventa decidió tener todo controlado en su estudio. Una sensación de seguridad que se transfiere al contemplar sus imágenes, ante las que nos confiamos, dejando aflorar toda suerte de emociones; aunque, en el caso de esta correlación entre “la naturaleza y las cosas” se suscite el humor más blanco en la obra de este autor que, incluso en sus trabajos más irónicos, conserva siempre una mirada amable.
En buena medida, es la utilización de objetos cotidianos la que favorece esa confianza. Fabricados, encontrados o comprados en los chinos, como reconoce Madoz, proyecta su fetichismo sobre seres y fenómenos naturales, desplegando un amplio repertorio de la baja cultura visual de nuestro tiempo. En bodegones tan eficaces como los publicitarios, pero al servicio de la “finalidad sin fin” que persigue el arte, lo artificial y lo natural se entrelazan para hacernos recordar todo lo que hemos aprendido de ella, cómo está incorporada en nuestras expresiones lingüísticas, cuánto transgredimos sus leyes y cómo sigue ahí, en nuestro día a día urbanita que da por descontado los elementos imprescindibles para la supervivencia.
Como siempre en Madoz, lo textual/textil traza e hilvana motivos vegetales. Para quien aún no la haya visto, este torpe spoiler: la araña teje con letras, el hilo cose gotas de agua, la percha sostiene una hoja otoñal, del árbol penden notas musicales, un cactus plantado en un dedal, un pino con copa de nube, la balanza de cerezas…