Han pasado más de 50 años desde la publicación de la última gran biografía del mítico escritor, naturalista, filósofo y activista social estadounidense Henry David Thoreau (1817-1862), y esta obra soberbia que ahora se publica en España no podía llegar en mejor momento.
El autor de Walden –un relato de los dos años, dos meses y dos días que Thoreau vivió a orillas del lago Walden, en Concord (Massachusetts)– fue un visionario enamorado de las maravillas del mundo natural que, a mediados del siglo XIX, sentó las bases de una disciplina que llegaría a conocerse como ecología. También fue uno de los primeros impulsores de la creación de un sistema de parques nacionales, así como un apasionado defensor del trato ético a todos los seres vivos que abrazó la doctrina de la religión oriental, desatando con ello la ira de los fundamentalistas, que lo acusaron de blasfemia.
Además, fue un hombre entregado a la ciencia que reunió 12 volúmenes de notas sobre los nativos americanos, registró fielmente las fechas de floración de las plantas (unos apuntes de gran importancia ahora que el clima está cambiando), e hizo un estudio pionero de la sustitución de los árboles en bosques quemados y talados. Cuando, en una ocasión, le preguntaron el porqué de su infinita curiosidad por lo que le rodeaba, Thoreau respondió: “¿Y qué otra cosa hay en la vida?”
Una de las muchas delicias de esta biografía es la manera en que nos transporta a los Estados Unidos del siglo XIX
La exuberante biografía de Laura Dassow Walls (1955), Henry David Thoreau: Una vida, no deja duda sobre cómo habría reaccionado su protagonista ante el actual Gobierno estadounidense, lleno de individuos que niegan el cambio climático. Con toda seguridad habría tomado la pluma para atravesarlos sin piedad, y –poniendo en práctica lo que predicaba en su ensayo Desobediencia civil– habría salido a la calle a protestar. Thoreau fue un impulsor de la filosofía según la cual se debía vivir “deliberadamente”. Con ello se hacía referencia a la necesidad de sopesar las consecuencias morales de nuestros actos. Por consiguiente, podemos imaginar qué habría que tenido que decir de aquellos que se postran ante el altar de los combustibles fósiles, dadas las pruebas irrefutables de que su quema ha empezado a perturbar la estabilidad del clima, y con ello, el ritmo de las estaciones.
Walls, titular de la cátedra William P. y Hazel B. White de Inglés de la Universidad de Notre Dame, hace un emotivo retrato de un hombre brillante y complejo. Como demuestra con todo detalle, Thoreau no era en absoluto el solitario que algunos pintaban. Fue un miembro destacado de una activa comunidad intelectual de Concord y desempeñó una importante función pública en algunos de los grandes acontecimientos de la época, en particular en la lucha por la abolición de la esclavitud.
Una de las muchas delicias de esta biografía es la manera en que la autora transporta al lector a los Estados Unidos de la primera mitad del siglo XIX, una época en la que en los territorios del noreste todavía quedaban restos de la cultura nativa, los bosques de Nueva Inglaterra estaban siendo destruidos y sus ríos represados (¿es que vamos a “arrancar” todas las riquezas “de los dominios nacionales”?, preguntaba Thoreau), y la muerte a causa de toda clase de enfermedades era omnipresente. El filósofo y naturalista, que había nacido en Concord de una madre librepensadora y un padre que llegó a convertirse en un próspero fabricante de lápices, entró en Harvard como un retraído joven de 16 años y salió como un intelectual en ciernes que leía en al menos cinco idiomas. De vuelta en Concord, entró en la órbita del poeta y ensayista Ralph Waldo Emerson, fundador del trascendentalismo. Emerson creía que todo individuo llevaba dentro de sí una chispa divina y tenía la responsabilidad de cultivar los aspectos más elevados de su naturaleza, e instó a Thoreau a buscar la soledad y a llevar un diario. El joven así lo hizo, hasta llegar a escribir más de dos millones de palabras en sus diarios, libros, informes y artículos.
Él y su querido hermano mayor, John, fundaron una academia que constituyó un notable experimento temprano en la educación estadounidense. Se trataba de una escuela que rechazaba el castigo corporal y se proponía enseñar despertando en los estudiantes el amor por el aprendizaje. Pero lo que marcó el rumbo que acabaría llevando a Thoreau al lago Walden fue la atroz muerte de su hermano a los 26 años a consecuencia del tétanos que contrajo al hacerse un corte minúsculo en el dedo.
Walls esboza con talento la vida en modo alguno monástica de Thoreau en Walden, donde recibía a amigos y familiares
A mediados de la veintena, Thoreau, que trabajaba de vez en cuando como agrimensor, disfrutaba de cierto éxito con los artículos que publicaba, algunos de ellos basados en sus viajes a Maine y Massachusetts. Esos textos fueron los primeros de una obra que iba a convertir a su autor en un pionero de lo que hoy en día se denomina literatura de la naturaleza. Sin embargo, él anhelaba ser un pionero de otra clase, asegura Walls. No quería “explorar el oeste, sino su propio interior”.
Y así, queriendo “simplificar más y más”, fue a parar a orillas del lago Walden, donde construyó una casa de una sola habitación que medía tres metros de ancho por cuatro y medio de largo y dos y medio de altura. El 4 de julio de 1845, a punto de cumplir 28 años, el joven se mudó a su nuevo hogar. Inauguró su diario con la frase. “Ayer vine a vivir aquí”.
Esas palabras fueron el punto de partida de una obra maestra estadounidense, en la que Thoreau se deleita con las maravillas de la naturaleza y en la que resuena una melodía que su autor ya había hecho sonar en un libro anterior: “La alegría es, sin duda alguna, la condición de la vida”. Walls esboza con talento la vida en modo alguno monástica en Walden. La autora cuenta que la cabaña de Thoreau era visible desde la carretera, que su ocupante recibía a numerosos invitados y que el joven cenaba semanalmente con su familia. De hecho la vida de Thoreau en Walden era tan pública que su retiro “quedaría para siempre como una obra paradigmática de las artes escénicas”.
El pensador siguió escribiendo y dando conferencias después de marcharse de Walden. Él y su familia participaron activamente en el movimiento abolicionista. Thoreau se negó a pagar el impuesto de capitación y pasó una noche en la cárcel porque creía que con el tributo se financiaba la violencia de la esclavitud patrocinada por el Estado y los abusos contra los mexicanos y los nativos americanos. “Que tu vida sea la contrafricción que pare la máquina”, escribió. Testigo de la destrucción generalizada de la naturaleza que acompañó al auge económico estadounidense, se lamentaba: “El comercio maldice todo lo que toca”.
Walden se publicó en 1854, y aunque recibió buenas críticas, en vida de su autor solo se vendieron unos 2.000 ejemplares. De hecho, Thoreau nunca gozó de gran éxito popular mientras vivió. Pero, optimista hasta el final, no cejó en su empeño, conservando siempre sus profundas raíces en Concord, el lago Walden y los bosques circundantes que se habían librado de la agresión. Thoreau necesitaba la naturaleza como el oxígeno. En un libro que preparaba para su publicación cuando sucumbió a la tuberculosis, decía: “En la naturaleza salvaje está la preservación del mundo”.
Murió con gran serenidad. La víspera de su muerte fue a visitarlo un viejo amigo que comentó que por el camino había oído cantar a unos petirrojos. Con un hilo de voz, Thoreau le contestó: “Este mundo es hermoso, pero pronto veré uno más justo. Cuánto he amado la naturaleza”.
© New York Times Book Review