Con suerte te encontrarás, improbable lector, un ambiente de silencio, cuando estés ante el grifo de agua que recibe al visitante en la exposición Mario Merz del Palacio Velázquez. Si escuchas el persistente goteo de ese grifo casi cerrado, comprobarás que el tiempo ahí dispuesto no es mudo, y ni tan siquiera mudable. Llegas de atravesar el parque del Retiro, de verlo, tocarlo, olerlo y escucharlo, de cruzarte con músicos callejeros, paseantes, gente que rema, gente que camina y gente que conversa. Y hay un grifo nada más entrar a la exposición cuyo goteo tienes que percibir con el oído: administra el sonido del tiempo de un modo diferente al que te proporcionaba el parque, y los comparas. Las gotas, ahí, en el interior de la exposición, insisten en la eterna repetición de una misma brevísima noticia sonora. Un concentrado del tiempo, un aforismo del tiempo, se enuncia a cada gota que cae. La gota de agua es el título de la enorme pieza de 1987, un “iglú” de casi tres metros de alto, que incluye ese grifo en uno de sus extremos y ocupa toda la parte central del espacio expositivo.
El iglú, la espiral, el cono, la lanza y demás motivos recurrentes del maestro más exitoso del arte povera están presentes en esta exposición
En la concentración de la gota, de la gota administrada en relación a una construcción semiesférica, siento el eco de otro iglú expuesto, aunque sea mediante una triste reconstrucción homologada, propiedad del Centre Pompidou, el Iglú Giap, tenido por el más temprano de los muchos que hizo el maestro italiano. En 1968 levantó Mario Merz (Milán, 1925 - Turín, 2003) ese primer iglú: media esfera cubierta con fango seco sobre el que apoya un anuncio luminoso con la siguiente escritura en italiano: Si el enemigo se concentra, pierde terreno; si se dispersa, pierde fuerza. En plena guerra de Vietnam citaba Merz al general Giap, principal estratega militar del Viet Cong. Cobra ahí elocuentemente el iglú la apariencia de una construcción defensiva, incluso celosa de su propia defensa. Como esas palabras escritas con tubos de neón no se leen completas con claridad, rodeamos el iglú a la caza de la frase, buscando el entero enunciado entre el lodo. Nos colocamos en la posición de quien puede concentrarse o dispersarse, en la posición del rival que siempre está llamado a perder, sea terreno o fuerza. El dispositivo hemisférico, desde su insignificancia aparente, como la persistente gota de agua, nos alerta; ante uno y otra quedamos al acecho de un tiempo humano que administran con celo, al albur de un conflicto perpetuo.
La exposición nos convoca a sus preguntas. ¿Las casas giran a nuestro alrededor o giramos nosotros alrededor de las casas? dice el título envolvente de una liviana instalación de la década de 1980. La pregunta por el lugar y por el tiempo se formula una y otra vez en objetos destinados a hurgar en la herencia humana. El iglú, la espiral, el cono, la “ciudad irreal”, la lanza y demás motivos recurrentes del maestro más exitoso de cuantos se adscribieron al arte povera están presentes en esta especie de antología de su repertorio que nos aguarda a cubierto en el parque del Retiro. La muestra logra hacer síntesis de una hercúlea trayectoria artística de medio siglo. Las pinturas de los años cincuenta, que nos trasladan a un Merz muy en sintonía con lo que fue el arte CoBrA, son las piezas más tempranas; la más tardía un enorme collage de 1998, quizá prescindible.
Pero los trabajos de las décadas que quedan entre medias tienen una abrumadora presencia, con instalaciones, pinturas y dibujos muy señalados. Sirvan de ejemplo la Mesa espiral de 1989, sobre la que apoyan violines de cera de Marisa Merz, y el Pequeño salami, de 1967. A una estudiada selección de obras se alía en esta muestra un estupendo tino en la combinatoria, en las intersecciones, en el diálogo con la arquitectura. Nada hay que se parezca ahí a un orden cronológico, ni siquiera a uno temático; sí un cuidado admirable al situar las piezas de forma propicia a su entendimiento. Por separado y en conjunto las obras están emplazadas para su comunicación más elocuente. El espacio en que se sitúan, el Palacio Velázquez, se torna a la postre en una certera y afortunada caja de resonancia de la poética que celebra. Mariano Boggia, quien fue asistente personal de Merz, ha sido el encargado de entreverar los componentes en la sala. Ha creado un modélico museo provisional Mario Merz, una instalación de instalaciones que habría de contar como aportación artística sobreañadida no menor.
Por toda la muestra se reparten además los números de la sucesión matemática conocida como Serie Fibonacci (1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21,…), tema contumaz de Merz a lo largo de décadas. Señalan las relaciones entre segmentos en los soportes del iglú, los progresos de la sociabilidad en la cantina de una fábrica, el relato colectivo, el armazón de la naturaleza y el tiempo de la vida. Impulso del progreso social, ley constructiva, logos emancipatorio, necesidad natural,… la Serie Fibonacci aparece en Merz como una ley estructural ubicua, que conecta libertad y necesidad, la actualidad y los ancestros, el progreso y la herencia humanos. Oímos el terco goteo del grifo que nos recibía: ¿no escuchamos un bajo continuo que arropa esta otra sonoridad del tiempo?